lunes, 24 de septiembre de 2007

La belleza: en el espejo de la bruja


Según el pequeño Laroussse es “armonía física o artística que inspira placer y admiración”. Es un concepto que todo el mundo conoce. Una idea universal con una muy limitada aplicación general. La belleza, y eso todo el mundo lo sabe, es un concepto cargado de subjetividad. Como casi todo. No se puede medir, no tiene leyes generales que la rijan, no hay acuerdos que vayan más allá de la visión personal, aún cuando haya patrones generales de belleza modelados por la cultura y el tiempo. En tiempos de Rubens las gorditas neumáticas eran sexys. En China era bello tener pies pequeños y deformados. Hoy en día es bella quien parece una flaca prepúber.

¿A que viene todo eso? Hace unos días fui a un salón de “belleza”, una peluquería, pues. Debo aclarar que no fui a cortarme yo el pelo por las razones que expondré mas adelante. Mi hijo necesitaba un corte de pelo, pues en su colegio no es aceptable que un varón tenga el pelo largo, deben tener corte de “hombrecito”…hablando de subjetividades. En pocos lugares me siento más fuera de lugar que en una peluquería. Me siento como una traidora a mi género. Miro a mí alrededor y veo mujeres de pelo ensortijado planchándoselo, mujeres de pelo liso haciéndose la permanente. Maquillajes increíbles, uñas acrílicas con paisajes miniaturas. Disfraces, muchos disfraces. Hombres que se disfrazan de mujeres. Mujeres que se disfrazan de las mujeres que no son. No me siento mujer en una peluquería. Las peluqueras me miran con condescendencia. No entienden porqué no me hago “algo” en ese pelo loco mío, que le falta “estilo”. Y es que le tengo pavor a los disfraces. A esos que no se usan para divertirse en una fiesta, sino los que se usan para la vida cotidiana. Me horroriza incluso la idea de vestirme “elegante” para una fiesta, ponerme tacones y rimel, medias panties y laca en el pelo. Me angustia mirarme en el espejo y no reconocerme. Loqueras mías, supongo.

Como iba diciendo, estaba yo sentada en la peluquería esperando que se desocupara alguna de las seis peluqueras, para que atendieran a mi hijo, que por cierto se sentía vejado por tener que cortarse el pelo para satisfacer una regla discriminatoria y ridícula de su escuela y soltaba unos lagrimones tristísimos. Reflexionaba sobre el esfuerzo diario que hacen montones de mujeres (y algunos, cada vez más, hombres) para ser bellos. Horas en el gimnasio, no por la salud, sino para eliminar la celulitis y las revolveras, endurecer glúteos, abdominales. Sacrificios increíbles en cuanto a la dieta, cero placer de comer, medir calorías y tomar pastillas diuréticas (con las que pierdes agua y no grasa, un espejismo a la hora de perder peso), pastillas laxantes (que incrementan la velocidad del tránsito intestinal, disminuyendo así la posibilidad de que los alimentos se absorban) que dan dolores de barriga y diarrea. Los desórdenes extremos como la anorexia y la bulimia. La locura de estar flacos y no necesariamente saludables y felices. El maquillaje y los “trucos” de belleza que proclaman las revistas femeninas. Como hacer para que los ojos te luzcan mas grandes, la nariz más pequeña, la piel más tersa. El último grito de la moda en cuanto al pelo, los tonos que se llevan, la textura adecuada, el largo permisible. El modo de vestirse, los accesorios, como hacer para que combine la cartera y los zapatos, además del celular. Los tratamientos de belleza, los masajes reductivos, la dermoabrasión, los peelings, el levantamiento de glúteos, la gimnasia pasiva, la inyección de una neurotoxina para evitar las líneas de expresión (y la expresión). Y últimamente, las medidas “rápidas” quirúrgicas: los implantes de seno, de glúteos, la lipoesculura, la rinoplastia, los lifting y pare usted de contar de la cantidad de cosas que se hacen en un quirófano para hacer a los cirujanos plásticos más ricos y a las mujeres y hombres más plásticos y menos ricos.

Es un esfuerzo agotador, tanto de tiempo como de dinero, ser bella. Y definitivamente genera muchísima angustia. No puedo evitar las preguntas. ¿Bella para quién? La belleza, según un dicho muy conocido, está en el ojo de quien la admira. ¡Qué difícil debe ser complacer a ese gentío! ¿Bella para qué?, esta es una pregunta con truco. Las mujeres bellas (y hablo de mujeres, puesto que soy una, no me atrevo a afirmar algo así con los hombres), según la sabiduría popular, consiguen más cosas más fácilmente. Consiguen marido (si están buscando uno), consiguen sexo (si ese es el objetivo), consiguen trabajo (se busca secretaria o ejecutiva de ventas o vendedora con excelente presencia), consiguen la envidia de las adversarias, consiguen admiración de mujeres y hombres, consiguen mejores notas en la universidad (siempre y cuando no se les aplique el prejuicio de “cabellos largos ideas cortas”). La belleza, parece ser el vehículo social (que nos lleva exactamente a ¿Dónde?) y a mí, sinceramente, me cuesta mucho vivir en un mundo así.

A pesar de todo eso mi esposo suele decirme que soy bellísima. Y a mí eso me da un poco de risa. En parte es una risa de placer, pues estoy muy clara que es que él me ve bella, lo cual está muy asociado al amor (uno quiere a sus hijos y no importa lo feos que sean son siempre bellos para uno). Pero también me río porque no encuentro mérito en ello. Yo no he hecho nada por ser bella (o porque él me vea bella, en realidad), no invierto ni mucho tiempo ni dinero en serlo o parecerlo, ni tuve participación en la configuración de genes que resultan en mi configuración física. Es una risa incómoda, pues no me gusta la idea de que la mayoría de la gente se juzgue por el empaque, que lo que se parece que es sea más importante que lo que verdaderamente se es. Cuando las circunstancias me obligan, y me maquillo (aunque sea solo una rayita en el ojo y un poco de brillo en los labios), siento que estoy haciendo una concesión, que me estoy disfrazando, que estoy ocultando quien soy verdaderamente para mostrarle al mundo otra Anne-Marie, una que parece ser bella.

¿Quién fija los patrones mediante los cuales se juzga la belleza? ¿Por qué la belleza es forzosamente asociada a la juventud? Si volvemos a la definición del Larousse (pequeño no es), la belleza debe producir placer. ¿Produce placer tener que hacer tanto esfuerzo para parecer algo que no se es? ¿Qué tanto dice la apariencia externa de quienes somos verdaderamente en nuestro interior? ¿Importa eso realmente? Pienso en lo ridículamente reciente que son los movimientos de la supuesta “liberación” de la mujer (hace menos de 50 años todo esto era impensable), la adquisición de voto, de participación pública, la independencia económica, la posibilidad de decidir cuántos hijos tener. La adquisición de esa cantidad de libre albedrío ¿la usaremos para decidir cuantos cc nos implantamos en los senos? ¿Cuántas horas de gimnasio para reducir los cauchitos? ¿Qué marca de rimel usaremos? ¿Cuánto debemos pesar? Me da un poco de dolor pensarlo, pues seguimos esforzándonos para complacer patrones de belleza impuestos por ¿Quiénes?

En las encuestas que he hecho a los hombres respecto a esos temas, no encuentro casi ninguna pista. A la mayoría de los hombres que he encuestado no le gustan las mujeres demasiado flacas, prefieren cierta cantidad de redondeces y curvas. Los pelos tiesos de productos químicos de peluquería, ni siquiera los ven. A algunos de plano no le gustan los senos falsos. Ni el exceso de maquillaje, ni la ropa excesivamente adornada. Hay quienes desean tener una mujer-trofeo a quien exhibir a su lado, básicamente para impresionar a sus amigos y demostrar lo efectivos que son a la hora del levante. Pero no están muy interesados en las personas que son esas mujeres, sirven mientras son bellas. ¿Estamos interesadas en una relación así?

Sospecho que belleza es una auto-imposición. Y creo que por ahí va la cosa. El ojo que más duramente nos evalúa y nos compara con un “ideal” de bellezas tipo cosmopolitan, es nuestro propio ojo. Tenemos en casa nuestro propio espejo de la bruja de Blancanieves diciéndonos “quien es la más bella del reino” y nunca pasamos la prueba. Todos los días nos lavamos la cara, nos cepillamos los dientes, hacemos todas esas pequeñas rutinas que nos caracterizan y salimos a la calle a vender nuestra belleza, a sufrir por la falta de ella o a trabajar incansablemente para obtenerla.

¿Quién metió detrás de nuestros ojos-espejos la idea de que ser bellas es de tal o cual manera? ¿El que vende maquillaje? ¿Las peluqueras? ¿Los vendedores de revistas femeninas? ¿Los fabricantes de ropas para flacas? ¿Hollywood? ¿E-entertainment television? ¿Por qué atendemos a patrones externos y nos odiamos un rato cada mañana en el espejo? ¿No sería maravilloso comer una buena comida sin sentir culpa, que te miren sin maquillaje y te reconozcan, desnudarte con la luz prendida sin sentir vergüenza por tus hoyuelos de las nalgas, no tener cicatrices auto-infligidas?

Y vamos a estar claros, es inevitable envejecer. De eso podemos estar seguras, a pesar del botox, de la silicona, del colágeno, de todas la liposucciones, lifting y correciones que se nos ocurran, eventualmente envejeceremos. No podemos parecer de quince hasta los sesenta. Y cuando se intenta, se nota y denota el miedo pánico que tenemos a ser viejas. Y nos inventamos una juventud falsa. Cuando perdamos esa belleza asociada a la juventud ¿Qué vamos a hacer? Si todo lo que tenemos para ofrecer es nuestra belleza joven, cuando seamos viejas ¿Quiénes seremos?

Yo quisiera creer que alguien es bello cuando se siente cómodo en su propia piel, sin hacer demasiadas concesiones ni sacrificios. Que puede sonreír confiado y amar a plena luz sin temer a ser juzgado. Que se mira en el espejo y ve a su propia persona, no un artificio inventado, superpuesto y plástico. Que tiene mucho que ofrecer desde su interior, que más que parecer, es. Finalmente la belleza tiene que ver solamente con el concepto que nosotros tengamos de nosotros mismo y ese es el ojo inspirado al que se refiere el pequeño Larousse. De no ser así, el esfuerzo es titánico e inútil.

viernes, 24 de agosto de 2007

Corazón sembrado



Me salió regaño. ¿Cómo es posible que no esté en tu blog el poema del corazón? Me preguntó Ingrid, como portavoz de algunas personas que quieren leerlo.
Aquí está, amiga, para ti y para todos los que buscan y encuentran.



Enterré mi corazón
lo sembré lejos
en tierra árida
seca
estéril
lo enterré para no oírlo cantar
para que me dejara de doler
no escucharlo susurrar
cosas inquietantes

lo escondí
para corregir su manía
de enamorarse intensamente
apasionarse por lo absurdo
abrazar a la locura
coquetearle desvergonzado
a la vida

y así quedo mi pecho

hueco

con el espacio perfecto
del tamaño exacto
de mi corazón
una piedra lisa y fría
se instaló en su lugar
la sensación absurda de no ser
no me dejó respirar

Volví,

era obvio que tenía que volver,
a buscar mi corazón sembrado

lo encontré en una selva,
florecido
contagiando al desierto
de su lujuria verde
apasionando de humedad
a la arena seca
cantando historias imposibles
amando sin remedio a las lagartijas

me senté a su lado
acaricié su flor inaudita
y entendí

por fin entendí
para que sirve el corazón.

Septiembre 2001

jueves, 19 de julio de 2007

40

Hace unos días cumplí 40 años y siento algo así como la necesidad, obligación o simple parejería de escribir al respecto. Mi llegada a la edad mediana, la mediana edad o lo que sea me ha tomado por sorpresa. Supongo que es igual para todo el mundo, pero como mi vida es una experiencia mía e intransferible, me sorprendo como solo yo lo hago. Es decir, lo hago con mi propio cuerpo y mente y si me apuran y me presionan también el alma, aunque no haya descubierto donde se aloja esa escurridiza. Si no existieran los espejos y uno anduviera con gríngolas por la vida, observando todo como a través de un tubo, el tiempo no tendría mayor importancia, por lo menos en lo que respecta a la percepción de uno mismo. Quizás lo notaríamos eventualmente cuando subimos la escalera muy rápido o cuando empezamos a estirar el brazo para leer. Eso si no tuviéramos hijos, porque tener hijos resulta el reloj más poderoso que se nos haya ocurrido inventar, por los horarios implacables primero y por los cambios sustanciales y rápidos que se suceden ante nuestros asombrados ojos, segundo y para siempre.

Siempre me pregunto como es que habitando un cuerpo que cambia tanto a lo largo del tiempo, seguimos siendo los mismos. Desde un punto de vista filosófico ¿una oruga es lo mismo que una mariposa? ¿Una larva acuática carnívora es lo mismo que un mosquito tomador de savia? Me temo que no y seguimos insistiendo en ser “nosotros mismos” durante toda la vida sin tomar en cuenta la metamorfosis que constantemente estamos viviendo, aunque no tan dramática como la de los insectos, es verdad.

Cuando era niña mi conciencia del “mimisma” era ilimitada. Me fundía en el mundo como si yo fuera una media que se pudiera voltear a cada rato. Yo era lo mismo que mi mamá, o mi perro. Jugaba muy en serio y la vida y el juego no se diferenciaban, yo era un árbol, un pájaro o un tigre con una facilidad que solo se puede calificar de infantil. Con el tiempo me hice conciente de que era persona. Yo creía, de verdad lo creía, que era solo persona, o bueno, personita, están bien. Mi mamá solía decir que muchacho chiquito no es gente, quizás tenía razón.

Cuando tenía seis o siete años y descubrí que había diferencias sustanciales entre niñas y niños, me sentí estafada. No comprendía muy bien como era que esa culebrita lánguida entre las piernas podía ser tan poderosa, pero lo intuía. Y por supuesto quise ser niño, un deseo nada original por lo que he oído. A mi hermano no le ponían zapatos de patente ni faldas incómodas. A él lo dejaban martillar y montarse en los árboles, jugar con el perro y ensuciarse. Caerse a puños con el vecino y hacer excursiones a la selva. La vida de los niños era más interesante. Y claro que estaba mi papá. Mi súper papá que viajaba con nosotros por toda Venezuela enseñándonos geografía y ecología. Construía un clavecín y nos hacía cosquillas. Era un gran científico que iba al Amazonas y descubría cosas maravillosas. Yo definitivamente quería ser niño para ser un hombre como mi papá. Hice que mi mamá me cortara el pelo, me inventé un perro imaginario con quien ensuciarme de lo lindo, me convertí en una disidente por defecto a todo lo establecido y a falta de experiencias más intensas me dediqué a leer. Con eso solo logré saber más, querer leer más, adquirí la certeza de que la vida es “algo más”, pero no convertirme en varón. Seguí siendo la niña flaca y despelucada de siempre. Hasta que me desarrollé.

Me desarrollé tarde. Cuando todas mis compañeras del colegio ya ostentaban pechos, nalgas y novios de mujer chiquita, se saltaban las clases de educación física porque tenían la sangre mensual, yo seguía siendo el ratón esmirriado, flacuchento y desteñido de la infancia. No les tenía envidia. En algún lúcido lugar de mi profunda ignorancia sabía que el día llegaría y que mientras más tarde mejor. Ya empezaba a sospechar, no tenía muchas ganas de convertirme en mujer por razones que todavía no entendía del todo.

A los 15 años, tres días después de mi cumpleaños, un domingo pesado y caliente, finalmente supe que el día había llegado. Perdí un poco la inocencia ese día. La mancha roja en mis pantaletas de ese primer día, parecía a una flor. Nada más lejano de la realidad. Ya te fregaste, te hiciste mujer, fue el comentario de mi mamá cuando se lo comenté. Cuando leí acerca del ciclo menstrual en libros un poco más serios, aprendí que las paredes uterinas se desprenden mensualmente, luego de engrosarse esperando un embrión. Interpreté a mi modo un poco infantil, que las mujeres tenemos una herida en el centro del cuerpo que sangra todos los meses porque no termina de sanar. Todo me pareció un misterio en aquel momento, me lo sigue pareciendo.

Mi cuerpo, por supuesto, cambió. Mis pechos se convirtieron en unas protuberancias volcánicas, pequeñas, cónicas (cómicas), desafiantes. Mi pequeña cintura alojaba un ombligo largo que parecía el ojo de una cerradura y terminaba enmarcada por una cintura de curvas absurdas. Mi trasero se transformó en una esfera altiva, un pedazo de redondez asombrosa. Me sentía incómoda con mi cuerpo, no terminaba de encontrarme entre sus curvas. Pero mas me incomodó lo otro, el cambio en las miradas. Las miradas de los hombres eran distintas, percibía algo animal en ellas que no comprendía. Una tarde, estando en el automercado con mi mamá sentí que alguien me miraba por la espalda, era una mirada intensa, pues la percibí antes de voltearme. Cuando lo hice, vi un hombre mirándome las nalgas de una manera tan intensa que sus ojos parecían mas bien manos tocándome sin yo permitirlo. El miedo a esa mirada fue tan animal como la mirada misma. Esa noche soñé que el hombre me perseguía con un cuchillo y me cortaba las nalgas como quien le corta los cachetes a un mango y se las comía, chorreando en sangre, goloso.

Cambió mi cuerpo ¿yo cambié? Está claro, bueno, más o menos, que no soy el recipiente que me porta. Que no hay que confundir el mensaje con el mensajero, que como dice mi hijo Mateo, filósofo natural, uno es lo que está dentro de esa caja que llamamos cuerpo. Pero cambia el cuerpo y uno cambia también. ¿Y si la cosa fuera como con los insectos? ¿Recuerda la mariposa que fue oruga? ¿Las experiencias de la larva acuática le sirven al mosquito para vivir? Los psiquiatras no tendrían de que comer si no fuera así. Hay un hilo conductor, una continuidad del ser que hace que seamos capaces de recordar olores, colores, instantes como fotografías de la infancia, como si a pesar de tanto cambio en esencia fuéramos los mismos. Será la mente, será la conciencia, será el alma, eso se lo dejo a otros para resolver, yo sigo en lo mío.

Que confusa es la etapa reproductiva. Y aclaro, por si acaso, que aún mi cuerpo insiste lunáticamente en que sí puedo ser madre de nuevo. Repite y repite ese ciclo equivocado de fertilidad mensual que ¡que cantidades de dolores de cabeza nos trae! Mi útero hace nido y yo le hago caso omiso, gracias a mi solidario esposo que se hizo la vasectomía y el sexo por fin es una fiesta sin mayores precauciones ni sustos. Es mi alma (o mente o conciencia) la que no quiere. La etapa reproductiva es demasiado larga, comienza muy temprano y se extiende más allá de lo razonable, por lo menos en lo que a tener hijos respecta. El sexo en ese período se convierte en motor y búsqueda. En una edad en que no se entiende nada, ya nuestro sexo anhela fundirse, quemarse, con el objetivo biológico de procrear, con el objetivo inconciente de completarse, con el objetivo concreto de gozar. Y cómo tarda la experiencia en darnos las satisfacciones buscadas, en cuanto al disfrute, porque en cuanto a la procreación…nos toma por sorpresa aún cuando sea racionalmente calculada.

Tanta tontería y tanta importancia que le damos al cuerpo en esa etapa. El atractivo sexual es primordial. La mirada a través de la mirada del otro. La celulitis está prohibida, cualquier redondez inapropiada es execrable, las tetas deben ser perfectas y erectas. Yo rogaba avergonzada por la luz apagada y me miraba de reojo en el espejo (aún lo hago, la fuerza de la costumbre) para no ver de frente lo que me hacía arrugar el entrecejo (execradas las arrugas también). Lo pienso ahora y me atraganto de la risa. No se si será una adaptación biológica a lo que es del todo inevitable, a pesar del Botox, el silicón y cuanto pereto se nos ocurre implantarnos, plancharnos o suprimirnos. O es simple resignación. Lo cierto es que a los cuarenta la celulitis no me importa (no tanto como a los 20 cuando no tenía), las tetas son como son, la curva de la felicidad (la lipita) es exactamente eso, de felicidad y las arrugas la constancia de que uno se ríe. Como chocolate sin culpas y hago el amor a plena luz.

Sin embargo en aquel entonces todo eso si me preocupaba, pero no tanto. Para mí más importante que eso seguía siendo ser como mi papá. Ya no estrictamente a lo que el género concierne, sobretodo después de la tremenda traicionada que nos echó. Pero si en relación a la independencia, capacidades intelectuales y posibilidades de la aplicación del libre albedrío. Me dediqué esforzadamente a aprender el sexo y a diferenciarme de mi mamá, a quien consideraba víctima de una vida autolimitada. Me fui de mi casa, estudié exitosamente una carrera universitaria, me casé (y me descasé varias veces) y tuve hijos. No en ese orden, para el dolor de cabeza de mi familia, amante del orden socialmente correcto. Pero como el orden de los factores no afecta, demasiado, en desenlace es más o menos la historia de siempre.

La maternidad es otro de los temas inevitables en la metamorfosis que es doloroso y sorprendente. Tengo dos hijos, una bella morena de casi 14 años y un catire dorado de casi 10. Tener hijos es lo más definitivo que he hecho en mi vida. Es el verdadero “hasta que la muerte nos separe”. Ha sido fuente de conflicto permanente (conmigo misma), de pequeños placeres cotidianos y amor intenso. De asombro continuo y un caudal infinito de necesidades que suplir. Perdí mi unidad como persona cuando di a luz a Zoé. Fue como perder un brazo, y que ahora anduviera caminando por ahí, viviendo su propia vida. Nunca he vuelto a ser una persona completa desde entonces. Gané sin embargo, un ancla y un centro. Suelo decir que estaría loca de remate si no tuviera hijos, caminando descalza en quien sabe que desierto. Ya cuando llegó el segundo, Mateo, había perdido todo lo que había que perder y todo fue ganancia si exceptuamos lo económico (que caros son los hijos). Sin embargo, el amor ganado es la mayor de las ganancias (y que valga la redundancia), a pesar de las pérdidas, como dice Manolito.

Ahora los niños están grandes, he ido y venido en grandes y pequeños amores, la gravedad ha hecho su trabajo en más de un aspecto, me he reído (y he llorado) bastante, por lo que el botox podría ser, según algunas personas allegadas, necesario (a mi eso me da mucha risa, cosa que no contribuye). Comienzo a necesitar lentes para la presbicia y las canas poblaron mi cabeza. Tengo cicatrices por haber vivido y parido. Ya no peleo como si en ello se me fuera la vida. He dejado un trabajo intelectualmente satisfactorio por uno de sustos y libertades que me hace feliz. Estoy viviendo la maravilla asombrosa del amor grande, maduro y recíproco. Tengo una tercera hija que no parí yo pero que añade un extra de locura y cariño a la casa. Tengo un perro con el pelo al revés y un gato cariñoso. Vivo junto al mar. Y tengo 40 años.

¿Sigo siendo la misma? Si y no. Ya no quiero ser hombre, y menos como mi papá que vive lejos de su gente huyéndole a los fantasmas que él mismo construyó (los fantasmas se metieron en su maleta y viajaron con él). Sigo queriendo diferenciarme de mi mamá, queriéndola mucho, ya no por las mismas sinrazones, simplemente por cariño y porque soy distinta a ella. Sigo siendo desordenada (pero ya no siento tanta culpa por ello). Sigo odiando las labores domésticas. Me tiño las canas porque una dosis de contradicción no es mal de morir y es signo inequívoco de que se está vivo. Sigo fundiéndome con la brisa y con el árbol, con el tigre y la sal del aire cuando quiero, pero ya con conciencia feliz de saber exactamente quien soy. Sin confusiones ni luchas.


Me estoy poniendo vieja….gracias a dios.

jueves, 14 de junio de 2007

Nocturno marino


Esa noche dormíamos, enredadas las piernas, cabeza con cabeza, las manos en las manos, cansados luego de un día de sol y playa. La falta de luz eléctrica nos llevó a la cama temprano, arrullados por el sonido del mar. Yo me levanté, pues el viento aullaba con fuerza, parecía estarme llamando. Salí de la casa sin despertarlo y me sumergí en el terciopelo de la noche, negra sin luna.
Me paré en un muro de piedra que había en la costa, abrí los brazos y la boca, cerré los ojos. Casi podía apoyarme del viento que me golpeaba de frente, no escuchaba nada sino el aire soplando a toda velocidad en mis orejas y las olas rompiendo con ganas a pocos metros de mí, dejando dentro de mi boca un poco de sal. Así estuve un rato, casi volando, cuando un ligero roce tibio me devolvió a la realidad. Una respiración en mi nuca, una humedad en mi oreja. Una mano firme en mi cintura, otra en mi pecho. Reconocí el olor de su aliento, las huellas de sus manos, pero no me volteé, solo me recosté de él, que me abrazaba por detrás besándome el cuello con toda la cara. Así estuvimos un rato, yo con los ojos cerrados y él acariciándome con suavidad y parsimonia. Me susurraba cosas en el oído, bajito, ininterrumpidamente como una catarata chiquita, no entendía las palabras, el viento se las llevaba rápidamente, pero su dulzura se me pegaba a las orejas. Me quitó la dormilona que tenía puesta, quedé desnuda. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, en parte por el viento que me daba frío y en parte por la anticipación. Sus manos dejaron su paseo azaroso y sin prisa y comenzaron una exploración más urgente, buscando, tocando, vibrando siguiendo el ritmo implacable de las olas rompiendo en la orilla. Las piernas dejaron de sostenerme, estaba anclada ahí entre el viento frío y su cuerpo tibio. Me sujetaba con firmeza, no me dejaba tocarlo ni voltearme, así que me dejé llevar. Una mano en mi cintura y la otra en mi hombro, me obligaron a inclinarme hacia delante. Su talón entre mis piernas, hizo una señal para que se abrieran. Sentí su sexo como un pez caliente entre mis nalgas, resbalando, buscando entrada. Me sujetaba por las caderas con fuerza y yo repetía el vaivén de las olas, como bailando. Mis senos temblaban, mi cabello volaba y las olas, las olas repetían y repetían su vaivén hipnótico en resonancia conmigo. El tiempo se convirtió en una espiral luminosa y conspiró con nosotros sumidos en esa danza al son del latido del universo. Luego la caída, el vértigo y el silencio palpitante. Cuando volví en mí, estaba acostada en la arena al pie de la muralla, completamente mojada y desnuda, salpicada de infinitas gotitas de agua de mar, dentro de las cuales nadaban pequeños granos de arena y sal. No encontré mi dormilona, seguramente habría volado. El no estaba.
Cuando volví a la casa, ahí estaba, tranquilo, desnudo sobre las sábanas, dormido, sin la más mínima señal de haber estado a la intemperie. Solo la sonrisa de gato satisfecho lo delató.

martes, 22 de mayo de 2007

Animal domesticado



Soy un animal domesticado

aun de vez en cuando
siento llover la selva dentro de mi
tengo la urgencia de la cacería nocturna,
cazar o ser cazada

quiero crecer como los árboles
y estirar mis ramas hasta el cielo

hacer fotosíntesis
cantar como un pájaro antes de que amanezca

reptar como culebra cuando hace calor
volar al azar como mariposa

comer hojas tierra flores
o sangre.

Soy un animal domesticado
todos los días soy como me esperan

pero aún
como los gatos
no olvido

me rebelo

me desnudo de mi sonrisa de concreto
y de vez en cuando le canto a la luna
llorando su ausencia

como un animal salvaje.

Marzo 2001

Autorretrato


Soy mujer

pecho al este
pecho al oeste

vientre sembrado
y cosechado

sexo de abismo y misterio

soy mujer

depositaria de conciencia
individual
y colectiva

actual
y ancestral

poseedora del fuego
que cura
del hielo
que quema

soy única
y a la vez
todas las mujeres del mundo

soy madre
no siempre buena

soy niña
de canas y arrugas

soy compañera
a veces solitaria

soy puta
sin paga y a la espera

soy bruja
milenaria hechicera

Soy mujer
y estoy empeñada

en no perderme en mi herida
que sangra con cada luna llena

en seguir en este viaje
con los pies desnudos
sobre la tierra

sigo intentando
mirar de frente

ver mas allá
pasearme por dentro
ser valiente
poder llorar en paz

soy mujer
algo mágico parece

y aún así
dentro de mi
soy persona

¿solo persona?

soy sangre hueso carne
células inquietas
moléculas complejas
átomos simples

sin madre ni sexo

carbono
hidrógeno
oxígeno
soy el espacio infinito entre ellos

solo soy
como dijo un loco un sabio o un niño
polvo de estrellas.

jueves, 17 de mayo de 2007

el sueño


Duerme apacible y profundamente. La observo allí, dolorosamente bella e inaccesible. Su cabello submarino flota sobre las sábanas y alrededor de su desnudez brillante. Sus labios sonríen alegrías ajenas a mí. Hace once años que duerme, hace once años que sueña y no despierta.
Todo comenzó una mañana como cualquier otra, ella durmió hasta más tarde que de costumbre. Siempre saltaba de la cama al amanecer totalmente lúcida y ágil. Me besaba cariñosa y juguetona y cuando yo finalmente lograba conectar mi cuerpo con mi cerebro, ya olía a café y los sonidos cotidianos inundaban la casa.
Aquella mañana desperté sobresaltado por el silencio y la inmovilidad. Ella estaba acostada a mi lado, bocarriba, despierta y quieta, con la mirada ausente de quien todavía saborea un sueño. Pensé que se sentía mal, ella me tranquilizó diciéndome que estaba pensando en algo que soñó. No quiso contarme el sueño. Estaba triste.
Desde aquella mañana comenzó a despertar cada día mas tarde. Había días en que no salía de la cama. Cuando lo hacía deambulaba ausente, pálida y llorosa. Todas sus actividades parecieron perder interés para ella, excepto dormir, soñar. Cuando dormía era completamente distinta, sonreía, tenía color en el rostro y su cuerpo tibio olía a mar, a sal. Parecía morir un poco todas las mañanas al despertar y revivir todas las noches al dormir.
Comencé a tener miedo, un miedo oscuro de que un día no despertara. Sentía que la perdía un poco todas las noches y no sabía que hacer. Todas las mañanas hacía esfuerzos ridículos por despertarla. Al principio dulcemente, con besos, caricias y llamándola suavemente al oído. Cuando me di cuenta de que resultaban infructuosos, recurrí a la brusquedad. La zarandeaba desesperado, le gritaba que despertara que no me dejara. Así logré despertarla alguna vez, pero entonces me sentía peor. Ella me miraba infinitamente triste y lejana. Se instalaba el frío entre nosotros, no lograba alcanzarla, mis manos y mis palabras no la rozaban siquiera. No volvió a hablarme. Me hundí en una tristeza pegajosa, sin entender.

Una noche tuve un sueño. Comencé a dormirme con la sensación de que me tomaban de la mano y me guiaban con suavidad. De pronto sentí que no tocaba el suelo, flotaba con facilidad y mis movimientos estaban retardados, lentos. Estaba debajo del agua. Dejé de sentir la mano que me guiaba, comencé buscarla girando sobre mi mismo y la encontré. Ella estaba allí, flotando desnuda debajo del agua como si fuera su elemento natural. Su cabello negrísimo flotaba fantasmal a su alrededor acariciando suavemente su cuerpo fosforescente. Su rostro, nunca lo había visto así, era una mezcla armoniosa de felicidad, éxtasis y serenidad. Estaba abstraída, ensimismada en su extraña danza submarina. Yo me acerqué y la tomé de la mano. Se detuvo bruscamente, abrió los ojos y me miró. Su mirada era suplicante. Me acarició el rostro.

Desperté súbitamente con el corazón desbocado. Estaba completamente empapado en sudor, ¿o era agua de mar?. A mi lado estaba ella, no se si despierta, pero con los ojos abiertos mirándome del mismo modo. La acaricié hasta que volvió a dormir.
Cuando amaneció no intenté despertarla. Desde entonces ella duerme y yo velo su sueño, insomne por once años. Todas las noches me siento a su lado y la observo dormir, bella, fosforescente y feliz. Completamente ajena a mí, sumergida en su sueño.

miércoles, 2 de mayo de 2007

Solita


Solita tenía seis años cuando murió ahogada. Lo recuerdo claramente, yo tenía ocho. Aun, en esas noches difíciles y llenas de sueños extraños, a pesar de que han pasado muchos años, la veo claramente. Sus ojos marrones atónitos, su pelo negro desparramado alrededor de su cara, su pequeña nariz de niña, sus manos abiertas como pidiendo.

Soledad Mercedes Toro, era la única hija de la maestra Antonia y el farmaceuta Rafael Toro, quienes la habían concebido a una edad que yo, en aquel tiempo, consideraba indecoroso por lo avanzada. La cuidaban demasiado. No la dejaban jugar con nadie por miedo a que se contagiara de alguna enfermedad incurable. No jugaba en la calle para evitarle toda clase de accidentes mortales y rebuscados y comía papillas de bebé, aun cuando ya había dejado de serlo, para que no se atragantara. Mi mamá refunfuñaba de vez en cuando, refiriéndose a ellos, que Solita iba a ser viejita antes de que la dejaran ser niña. Ninguno de estos cuidados extremos pudo evitar lo que sucedió ese sábado hace treinta años, Solita no tuvo tiempo de ponerse viejita. Tampoco de ser niña.

Su único pasatiempo consistía en sentarse con las piernas cruzadas en el porche de su casa para vernos jugar como locos en la calle todos los días. -¡Solita!- Le gritábamos todos los domingos cuando íbamos a jugar béisbol en el campo cerca de la casa. Nos veía desde lejos escondiendo su cara detrás de sus piernas, toda ojos, toda cabello, resignada a permanecer sola mientras todos los demás se divertían. Hasta aquel sábado.

Yo estaba comprando fósforos que mi mamá me había pedido, en la bodega, cuando escuche el grito desgarrador y agudo de la Sra. Toro. -¡Solita se perdió!-. Comenzó una búsqueda frenética por toda la cuadra gritando a todo pulmón, de todos los que estábamos por ahí. Hubo gente que la vio correr a toda velocidad con los brazos abiertos, como si volara, riéndose sin parar, embriagada del arrebato de libertad que se estaba permitiendo. Sin embargo, nadie logró precisar hacia donde corrió, ni a que hora fue, pues el espectáculo había sido tan extraño, que los hechizó por un momento, que resultó ser mortal.

Colaboré en lo que pude, busqué por todas partes, le pregunté a todo el mundo por ella. Ya la Sra, Antonia y el Sr, Rafael estaban desesperados y la policía había intervenido, cuando consideré que podía ya pasar por mi casa a tomarme una limonada, pues el ajetreo me dio muchísima sed. Me fui directo al patio trasero, donde se encontraba la mata de limón.

Está de más decir que la encontré. La casa estaba en silencio, como si nadie la habitara ni en aquel momento, ni nunca. El tiempo se estiró como una liga a punto de reventarse. Hasta el viento se detuvo, conteniendo el aliento. Allí estaba, tirada boca abajo en el tierrero de mi propio patio a cinco metros de la mata de limón. Tenía las piernas y los brazos abiertos, el pelo desparramado alrededor de la cabeza. Parecía que estuviera volando. Me acerqué lentamente, rogando que estuviera bien, aunque presintiendo lo peor. Llegué a sus pies primero, se le había salido un zapato, rojo de patente, que estaba a poca distancia de ella, al lado de una piedra. La media con encajes en el borde estaba manchada de tierra. Aquí tropezó, me dije. Seguí caminando un tiempo que me pareció infinito por la cantidad de cosas que pensé, Hasta que llegue hasta su cara, bocabajo, entera dentro del plato de peltre donde tomaba agua mi gata Josefina. El agua salpicada, ya seca, hacía un dibujo a su alrededor. La verdad cayó sobre mi como un ladrillo y grité, por fin un sonido quebró la inmovilidad: -¡Es Solita!, ¡Solita se murió!-.

lunes, 30 de abril de 2007

Paisajes propios
















Ausencio es lo que podríamos denominar un tipo raro. Nunca me lo he encontrado en el ascensor, ni en el estacionamiento, no lo he visto de cerca. Se que se llama Ausencio Muro por las reuniones de la Junta de Condominio, a las que falta consistentemente. Es uno de los pocos propietarios que efectivamente vive en su apartamento, al igual que yo y unos diez más, a lo sumo. Habitamos un edificio que parece viejo y desarreglado desde que se construyó. Su fachada desafía toda regla de la simetría y las ventanas de los balcones dan hacia un jardín central donde está la piscina ameboidal. Somos todos un poco raros, la verdad, los habitantes del edificio, todos vivimos solos. No nos parecemos a los veraneantes coloridos y ruidosos que nos invaden de tanto en tanto. Somos un poco grises, un poco como sombras que nos observamos a través de los vidrios ahumados que cierran nuestros balcones. Es inevitable, es como vivir en una pecera.
El balcón de mi apartamento está en la fachada perpendicular a la de Ausencio y un piso mas arriba. Desde mi chinchorro, donde a decir verdad, paso mucho más tiempo de lo necesario, lo veo a veces sentado en su cama, que está en el balcón, casi inmóvil durante horas. No se que hace, no se si escucha música, no se si duerme sentado. Me gustaría saber en que piensa, si es que piensa en algo. Nunca he visto a nadie permanecer quieto durante tanto tiempo. A veces abre la ventana, y se asoma al viento. Cierra los ojos y aspira profundo, como si quisiera sacarle la sal al viento que viene del mar.
Nuestra vida es más bien monótona, en el edificio. Ya ni siquiera podemos ver el mar, solo lo olemos, pues nos construyeron un centro comercial enfrente que bloquea completamente la visión de ese horizonte verde azulado. Esto ha intensificado la sensación de aislamiento e introversión. Nuestra solitaria rutina solo está interrumpida, como ya dije, por el paso de la gente que viene de vacaciones. Siempre nos incomodan un poco los visitantes, hace evidente lo casi inexistentes que somos, solo sombras detrás de las ventanas. Los miramos casi con envidia, chapoteando en la piscina, haciendo parrillas en las terrazas, siempre riendo, siempre con música.
Fue la ausencia de Ausencio lo que interrumpió la monotonía bucólica de mi vida, como si fuera una reiteración profética. Ausencio viajó no se sabe a donde y alquiló el apartamento. Deduzco esto porque un día, justo antes de la temporada, apareció una pareja en su ventana. Este evento era en extremo inusual. Yo nunca había visto a nadie que no fuera el propio Ausencio allí, ni siquiera una novia, ni siquiera un amigo. Digo aparecieron, porque nadie los vio llegar, así como nadie los vio salir nunca, ni siquiera cuando se fueron para no regresar.
No eran los típicos visitantes de tierra firme, no hacían ruido no bajaron a la piscina, no los vi vestidos de colores. De hecho no los vi vestidos nunca. Su mundo particular se circunscribía a ellos mismos, como si el mundo fuera de sus pieles no existiera.
Esta pareja no era de turistas, definitivamente. Por lo menos no estaban en la Isla para ver sus bellos paisajes. El era alto, delgado y nervioso. Se movía a zancadas y rápidamente por el apartamento. Ella era más baja y sinuosa, se movía como si danzara o nadara. A veces abrían las ventanas y entonces podía verlos en sus verdaderos colores, la cabellera roja de ella, la piel aceitunada de él, todo en una desnudez sin vergüenzas ni poses. Siempre enlazados, siempre abrazados, piernas enredadas, lenguas enredadas, dedos enredados. Dependiendo de la hora del día y de incidencia de la luz en las ventanas, podía verlos más o menos. En las mañanas el sol golpeaba su fachada de frente y hacía un espejo a través del cual no se veía nada, solo un pie, una mano, una rodilla apoyados contra el vidrio rítmicamente, con cadencia. En las tardes se adivinaban completos y era cuando su abrazo era más largo, mas variado, mas intenso. Las noches transcurrían como un teatro de marionetas chino. Prendían una lamparita que arrojaba una luz amarillenta y entonces se veía solo sus siluetas uniéndose rítmicamente sin descanso. Yo me sentía un poquito incómodo viéndolos tanto, como si fuera un intruso en su mundo de piel, pero no tenía nada mejor que hacer y la visión era entretenida y estimulante.

-¿los escuchaste?- Me preguntó la Sra. Teresa cuando nos cruzamos en el ascensor. Era obvio de quienes hablaba pues Teresa vive en el apartamento contiguo al de Ausencio. -No los escuché- le contesté un poco incómodo -… los vi. -¿los viste?-casi saltó ella-...debe haber sido interesante, pues lo que se escucha….es… bueno, así debe sonar el amor si fuera música -me dijo ella entornando los ojos y suspirando.-¿y que viste?- me preguntó con curiosidad brillándole en los ojos. –bueno…- suspiré yo, saliéndome rápido del problema, cada vez más incómodo- así debe verse el amor si fuese un rompecabezas.

Teresa es una mujer madura, de complexión fuerte, ojos brillantes y piel lustrosa. Es atractiva y de carácter fuerte y vive sola hace cinco años en el 26 A. Me sorprendió la tibieza y coquetería con que me contaba aquello, pues hasta el momento solo había escuchado la saña con que emprendía contra el jardinero o los vigilantes, en las reuniones del condominio, siempre moviendo los brazos con gesto amenazador.
-me gustaría verlos…- me confesó con un poco de pena, pero muerta de la risa, vibrando de una manera que me puso los pelos de punta.
Llegamos al sótano donde nuestros caminos se bifurcaban, cada uno en su carro, en su propio rumbo.
Me detuve un momento, me di la vuelta y la llamé: -¡Teresa!...si quieres ve esta tarde un rato a mi apartamento, como a las cuatro es la mejor hora, la luz no molesta y se ve perfecto-. Dije eso sin pensarlo casi, simplemente se me salió de la boca. Ella aceptó, por supuesto.

Tengo mucho tiempo que no invito a nadie al apartamento, desde que mi mujer se fue con un alemán de esos que vienen a la Isla buscando calor, playa y quizás una morena ardiente. Ahora ella vive en Munich y ya no es una morena ardiente. La nieve, el frío y el aburrimiento la han desteñido y enfriado. No le sentó el cambio a la pobre. A mí tampoco, en realidad. Un hombre de mediana edad abandonado por su mujer no es precisamente la figura del éxito. Estuve mucho tiempo deprimido, no tuvimos hijos, por lo que no quedó nada de ella aquí cuando se fue. Me dediqué a dormir en mi chinchorro en el balcón, me creció un cauchito antiestético e inevitable en la barriga y las canas me florecieron todas de golpe. Me sumé camuflajeándome por completo a la fauna de solitarios del edificio. Por eso la idea de invitar a Teresa a mi casa era tan extraña. Sin darme cuenta, me enderecé un poco, aceleré el paso y comencé a silbar un pasodoble, mientras me dirigía a mi carro.

Teresa llegó cinco minutos antes de la hora pautada. Traía un queso maduro y un vino, un vestido rojo y el pelo alborotado. Al verla parada allí en la puerta, me asaltó la certeza de que yo estaba impresentable. Tenía un bermuda viejo y una franela que alguna vez fue azul. Por lo menos me había afeitado y el baño me lo di concienzudamente, premonitoriamente.
Ella no le dio ni la más mínima importancia, me sonrió ampliamente, una sonrisa bonita y se acercó para besar mi mejilla. Antes que su boca a mi, llegó su olor, la atmósfera que la envolvía, dulce como una promesa, me perturbó profundamente. La evadí tomando la botella de vino y caminando rápidamente hacia la cocina, estaba nervioso. Había comenzado a sudar copiosamente sin razón aparente, pues el aire acondicionado del apartamento funcionaba a la perfección, no quería que ella lo notara, ¿Qué pensaría?. Mis rodillas me fallaron un poco, caminaba inseguro. Ella se acercó al balcón y se sentó en mi chinchorro, desde donde se veían claramente las figuras de la pareja tumbados sobre la cama aparentemente hablando, ella boca arriba con el cabello desparramado hacia la orilla de la cama, con las rodillas dobladas hacia arriba, el acostado de lado mirándola. Yo abrí el vino, hacía mucho tiempo que no tomaba vino. El vino, a mi juicio, era una bebida que debe tomarse en compañía preferiblemente femenina. En soledad siempre tomaba ron. Serví queso en una pequeña tablita de madera, con un cuchillo y unas galletas, tratando intensamente de recordar aquellos viejos rituales. Apagué las luces, aclarándole que era para que ellos no nos vieran, aunque eso en realidad era improbable, ellos no parecían sino mirarse mutuamente. Me senté en el balcón, en el piso, colocando el vino las copas y el queso sobre una mesa baja a mi lado. La mano me temblaba un poco cuando le serví el vino a Teresa, ella sonreía, entre divertida y coqueta, pero siempre mirando al balcón de ellos.
Contemplábamos en silencio a la misteriosa pareja acostada, era evidente el grado de intimidad entre ellos. Ella hacía gestos con las manos y balanceaba las piernas, seguramente contando algo. El la acariciaba con lentitud, los brazos, los senos, la cara. Su gesto era de adoración, de inmensa ternura. De pronto ella se colocó de lado también, de frente a él, lo miró a los ojos y le agarró la nuca con firmeza con una mano y con la otra le acarició el pecho. Lo besó largamente, demorándose y fundiéndose. Se incorporó lentamente y con un gesto, lo obligó a quedarse quieto acostado boca arriba. Comenzó entonces a acariciarlo con el dedo índice, un toque leve, desde los pies. Recorriendo lentamente todos los caminos de su cuerpo. Yo cerré los ojos por un momento, no podía evitar un cierto temblor. Teresa gimió un poco, casi imperceptiblemente. No nos atrevíamos a mirarnos, solo, hipnotizados, mirábamos y mirábamos a la pareja. Pasó lo que a mi juicio pareció una eternidad. El dedo se seguía deslizando por una piel que se estremecía. Si, lo sé, a esa distancia era imposible que yo viera que su piel se estremecía. En realidad era la mía la estremecida. Cuando cambió el dedo por la boca y su lengua, yo ya no podía quedarme quieto. Me levanté bruscamente y derramé mi copa de vino sobre el piso, haciendo un charquito rojo a los pies de Teresa, creando un violento contraste con las baldosas blancas y los dedos de Teresa. Ella no quitó el pie, lo dejó allí moviéndolos un poco, como si sus dedos disfrutaran el baño etílico que estaban recibiendo. Miraba distraída las incursiones de la lengua de ella en los recovecos de él y suspiraba.
Teresa respingó, no se si porque en ese momento él se incorporó con un movimiento rápido, como de cazador y la sujetó con fuerza por la cadera, inmovilizándola contra la pared, o si porque yo en ese momento en un rapto de inspiración rarísima, le tomé el pié mojado y le chupé los dedos, metiendo lentamente mi lengua entre ellos. No me miró, seguía mirando al muchacho que ahora incursionaba por el cuerpo de ella con la lengua y con los dedos. Un ligero temblor la sacudía y yo contagiado parecía resonar con ella. La exploración allá se hizo mas urgente, mas atrevida, los dedos entraban y salían, precedidos o seguidos por la lengua, le temblaban los hombros a ella, con los ojos cerrados parecía cantar. El tenía un frenesí con tentáculos, todo dedos todo lengua. De los dedos a las rodillas había un solo paso, su rotunda redondez me sorprendió, por lo que le dediqué un rato especialmente largo al ritmo de los suspiros de Teresa. Ella seguía mirando a la pareja que se habían mudado, aún de pie, contra el ventanal. Ella, de cara a la ventana, con el cuerpo inclinado hacia delante, las ingles de él contra sus nalgas en un movimiento lento, profundo y sin pausa. Ella miraba y no miraba, tenía los ojos abiertos pero sin objetivo externo. Su boca abierta a lo que parecía un gemido. El de ojos cerrados, la agarraba por la cadera. Yo, aprovechando la distracción de Teresa y su respiración agitada, me aventuré piernas arriba. Sorteando la ropa interior suave y más breve de lo que imaginé, me recibió su humedad cálida e invitadora. Un quejido un poco mas intenso se le escapó a Teresa y cuando mis dedos comenzaron a moverse con fluidez entre sus suaves pliegues, ella súbitamente se incorporó. Por primera vez, desde que llegó al balcón me miró. Se acercó a mí lentamente, que también me había parado nerviosísimo seguro de un insulto. Lo que encontré en sus ojos no fue un reproche, sino lo que perdí hacía tanto tiempo en manos de un alemán. La mirada de una mujer deseosa de ser amada. Aliviado y sonriente, la abracé. Dejamos por fin de ver por la ventana, muy entretenidos ya con nuestros propios paisajes. Gracias a la ausencia de Ausencio.

martes, 24 de abril de 2007

La franja amarilla

Cuando metió el ticket del metro en la máquina, notó que tenía las manos sudadas. Era raro, sus manos se le humedecían solo cuando estaba nerviosa y no podía pensar en alguna razón para estarlo, era un día cualquiera de esos que se repiten casi idénticos, martes, miércoles, daba igual. Pensaba en ello cuando un ruido destemplado la hizo reaccionar. El ticket no era válido y la puerta no se abrió. La fila de gente que ya tenía detrás se empezó a agitar nerviosamente presionándola para que se quitara. Fastidiada, pues se le estaba haciendo tarde para ir al trabajo, fue a la taquilla donde había una cola inmensa e inquieta. Impaciente se aferró a su morral, que le pesaba en la espalda, apretó la mandíbula y fijó la vista en el vacío haciéndose inaccesible para todos los que la rodeaban. Cuando le llegó el turno, le explicó al muchacho de la taquilla el problema que tuvo, lo cual generó una larga discusión acerca de la supuesta y teórica validez del ticket amarillo devorado por la máquina de entrada. Vencida por argumentos monosilábicos e indiferentes, pagó de nuevo el pasaje y se dirigió otra vez a la puerta, sumándose a la masa informe que acudía a esa hora para moverse por debajo de la tierra de esa ciudad llena en su superficie.

Bajó por las escaleras de concreto, no le gustaban las mecánicas. Las recorrió con agilidad esquivando a los viejitos y a las madres con los niños aferrados a sus manos que enlentecían el tráfico, casi podía hacerlo con los ojos cerrados. Cuando llegó abajo, notó que no había el volumen normal de gente que había todas las mañanas en el andén, por lo cual dedujo que el tren acababa de partir. Esto la dejaba con una espera de 7 minutos por delante. Se resignó a esperar, apoyada en la pared, fijó su vista lejos. El andén de enfrente también estaba medio vacío, lo recorrió con la vista, un poco aburrida, todavía con las manos sudadas.

Cuando lo vio, el corazón le dio un brinco. Allí estaba él parado en el andén contrario, cerca del borde. Alto, desgarbado, vestido de bluejean y franela blanca, con un morral al hombro y sandalias de cuero. Estaba distraído, su mirada se paseaba sin rumbo hasta que la vio. Las rodillas le temblaron. La reconoció de inmediato, estaba recostada de la pared, los cabellos alborotados y la mirada líquida, submarina. Se miraron en silencio, no había nada que decir a esa distancia. La franja amarilla que separaba a ambos andenes los separaba también a ellos, además de los rieles y el ruido. Decía claramente NO PASE, como si las miradas se pudieran detener. El tiempo hizo trampa y se estiró mientras ellos se miraban, se medían, se reconocían asombrados. El labio inferior de ella comenzó a temblar y las lágrimas rodaron calientes por su cara cayendo en los dedos de sus pies. A él se le acalambró una pierna y el corazón le latía a un ritmo loco e improvisado.

Los dos, como movidos por un mismo mecanismo, se lanzaron simultáneamente escaleras arriba, en contra de la corriente de gente que bajaba. Se encontraron arriba y se abrazaron con fuerza. Ahora lloraban los dos, se besaban los ojos, la boca, los dedos sin decir palabra. Ella se acurrucó en su pecho y el la rodeó completa con sus brazos. El reconoció su olor y ella la temperatura de su cuerpo. La gente fluía indiferente a su alrededor como si no existieran, como si no fuera asombroso ese encuentro de dos personas que nunca se habían visto y sin embargo se amaban.
Cuando se despidieron ya no lloraban, se volvieron a besar con toda la dulzura del mundo, se dijeron adiós con los ojos y cada uno se dirigió a su andén en donde ya cada tren abría sus puertas. Ella se montó en el tren hacia el oeste, él hacia el este. Ambos con el corazón conmovido teniendo la certeza absoluta de haber encontrado el amor verdadero, el amor total. Alejándose sin remedio en direcciones opuestas, metidos en el mismo túnel, en el corazón de la ciudad.

Reina de la calle

Caminaba rápidamente. Sus nalgas se rozaban una con la otra, produciéndole una sensación molesta. La pantaleta hilo dental era incómoda, pero no podía usar otra cosa, pues el pantalón que usaba era tan ajustado que cualquier otra se notaría. Dio gracias a Dios por el body subecolita colombiano que se compró, porque de no ser por ese guante ajustado y caliente las nalgas se le bambolearían mucho más, casi caóticamente, lo cual, ella lo sabía, no se veía nada bien. Además ayudaba a reducirle el cauchito que se empeñaba en crecerle en la cintura, distribuyéndoselo uniformemente de manera que su cintura se afinara como por arte de magia.
Un hilo de sudor le corría entre los senos y se le metía allá abajo entre las piernas. El sostén con relleno de silicón era demasiado caliente para estar caminando en la calle a esa hora, sentía que se derretía. Sin embargo no había ni un solo día que no se lo pusiera, pues el resultado, cuando se ponía la camisa, eran un par de tetas antigravitatorias de un tamaño que no había ni soñado, que se asomaban en el escote ofreciendo una falsa turgencia muy provocativa, a su juicio. Todos los días se prometía ante el espejo ahorrar para hacerse una cirugía, pero la verdad era que su sueldito de secretaria de segunda no le alcanzaba para casi nada. Tendría que seguir con lo de los sostenes de silicón a pesar del calor.
Tropezó en una grieta en la calle que la hizo trastablillar. Mentó la madre entre dientes, sin perder del todo el glamour, pues esas sandalias realmente no estaban hechas para caminar sino para hacer equilibrio en ocasiones sociales muy importantes. Tenían la punta fina, donde tenía que apretujar sus deditos rechonchos, unas tiras plateadas que se le clavaban en los tobillos gorditos y unos tacones aguja que se incrustaban en las alcantarillas. Sin embargo eran bellísimas, unas sandalias tan caras no podían sino ser bellísimas. Dejó casi de comer durante tres meses, pero no logró rebajar ni cien gramos, para poderlas pagar y ahora las lucía orgullosamente a pesar de que le mataban los pies y la espalda.
Ya estaba llegando a la calle en que vivía. Gracias a Dios, pues había muchos árboles y disminuía el calor. El sol, además, le hacía fruncir el ceño, cosa que no le gustaba, pues temía arrugarse de nuevo. El tratamiento que se hizo en el salón de belleza de Gerry, le costó un ojo de la cara y no estaba dispuesta a perderlo tan pronto. Las inyecciones eran además dolorosas y les tenía un poco de miedo, había visto en un programa de esos de la mañana a una mujer que quedó con la cara paralizada con una mueca de horror por uno de esos tratamientos con veneno de noseque. Gerry le había asegurado que nada de eso pasaría y que el tratamiento había que repetirlo cada seis meses para resultados absolutamente divinos. Ya habían pasado ocho meses y todavía no se atrevía a volver a inyectarse, además tenía que estirar el presupuesto lo más posible porque el tratamiento anticelulítico también era caro.
Apretó el paso, subió la barbilla y desfiló calle arriba lo más elegantemente que pudo, contoneándose como había visto a las modelos de la tv hacerlo en pasarela. El del kiosco de la esquina le silbó admirado, como siempre. Se sacudió el cabello teñido de amarillo chillón, el de moda, pero no muy fuertemente, para no despeinarlo y siguió, fingiendo no haberlo escuchado. El portugués de la bodega la esperaba todos los días en la puerta de su negocio. Era su mejor admirador, le dedicaba canciones nostálgicas de su tierra y una retahíla de palabras dulces y pegajosas que ella no entendía, pero que sonaban muy bien. Un taxista le tocó corneta y disminuyó la velocidad para emparejarse con ella inclinando su cuerpo hasta casi asomarse por la ventana del copiloto. Ella lo miró con el rabillo del ojo, y subió aún mas la barbilla desdeñando al morenito ese, que se cree. Un transeúnte casual que caminaba por la misma acera pero en sentido contrario, muy bien vestido, solo subió una ceja, circunspecto, acompañado de una mirada discretamente aprobatoria de su escote. Pero ella sintió, después de que pasó, su mirada caliente en las nalgas. Un triunfo más para el subecolita.
El vecino del 10-A salía del edificio en el momento que ella estaba a punto de entrar. Barrigón y calvo, aún parecía tener intactas sus ganas de conquista, pues se ponía pegajoso cada vez que la veía, le abría la puerta, le susurraba zalamerías incoherentes y un poco obscenas demasiado cerca de su oreja. Menos mal que no se lo encontró en el ascensor donde además tenía que oler su espantoso aliento. Ella disfrutaba mucho ese ritual diario, silbidos canciones, cornetazos, le alimentaban la coquetería, pero nunca respondía nada, ella era la reina de esa calle, indiscutiblemente.
Se metió al ascensor, que tenía un lacónico letrerito que decía: ESTA MALO. Mentó de nuevo la madre, esta vez en voz alta, pues vivía en el treceavo piso y con esos tacones, coño. Subió lentamente, pues a pesar de que iba al gimnasio los martes y los jueves, los ejercicios cardiovasculares no eran su fuerte, cada vez que Julián, el entrenador, se distraía ella paraba el trote haciéndose la loca. El pecho se le agitaba, el sostén le apretaba, el hilo dental se le clavaba y sentía para más colmo el maquillaje cediendo ante la presión del calor y el sudor, menos mal ya estaba llegando y ya era poco probable encontrarse a otro vecino. Cuando llegó a su puerta, se apoyó en el marco a recuperar el aliento. Metió la llave multilock en la cerradura, le dio las cinco vueltas reglamentarias, abrió la puerta y allí estaba Timoteo, como todos los días en los últimos cinco años esperándola. Se le acercó, mimoso, mientras ella empezaba a quitarse cosas de encima. Tiró la cartera imitación de cuero en el sofá, se sentó, se quitó los zapatos y se masajeó los dedos maltratados, mientras contaba en voz alta las nimiedades del trabajo en ese día, que si fulanita llevó una falda horrorosa, que si se le rompió una de las uñas acrílicas, que si el jefe estaba de malhumor. Se quitó el pantalón y comenzó luego una lucha para bajar el body ese que parecía pegado a su piel con pega loca. Se quitó el hilo dental para ir al baño a echarse la cremita absolutamente necesaria. Se quitó la camisa de nylon, el sostén de silicón y se lavó lo que quedaba de maquillaje en su cara. Lo que quedó fue prácticamente nada, luego de despojarse de todo el plástico. Se puso cómoda con un short y una franelita y se dispuso a responder a las caricias que le hacía Timoteo en las piernas. Por supuesto, después de ponerle su tazón de leche y Gatarina además de revisar su caja de arena.