lunes, 30 de abril de 2007

Paisajes propios
















Ausencio es lo que podríamos denominar un tipo raro. Nunca me lo he encontrado en el ascensor, ni en el estacionamiento, no lo he visto de cerca. Se que se llama Ausencio Muro por las reuniones de la Junta de Condominio, a las que falta consistentemente. Es uno de los pocos propietarios que efectivamente vive en su apartamento, al igual que yo y unos diez más, a lo sumo. Habitamos un edificio que parece viejo y desarreglado desde que se construyó. Su fachada desafía toda regla de la simetría y las ventanas de los balcones dan hacia un jardín central donde está la piscina ameboidal. Somos todos un poco raros, la verdad, los habitantes del edificio, todos vivimos solos. No nos parecemos a los veraneantes coloridos y ruidosos que nos invaden de tanto en tanto. Somos un poco grises, un poco como sombras que nos observamos a través de los vidrios ahumados que cierran nuestros balcones. Es inevitable, es como vivir en una pecera.
El balcón de mi apartamento está en la fachada perpendicular a la de Ausencio y un piso mas arriba. Desde mi chinchorro, donde a decir verdad, paso mucho más tiempo de lo necesario, lo veo a veces sentado en su cama, que está en el balcón, casi inmóvil durante horas. No se que hace, no se si escucha música, no se si duerme sentado. Me gustaría saber en que piensa, si es que piensa en algo. Nunca he visto a nadie permanecer quieto durante tanto tiempo. A veces abre la ventana, y se asoma al viento. Cierra los ojos y aspira profundo, como si quisiera sacarle la sal al viento que viene del mar.
Nuestra vida es más bien monótona, en el edificio. Ya ni siquiera podemos ver el mar, solo lo olemos, pues nos construyeron un centro comercial enfrente que bloquea completamente la visión de ese horizonte verde azulado. Esto ha intensificado la sensación de aislamiento e introversión. Nuestra solitaria rutina solo está interrumpida, como ya dije, por el paso de la gente que viene de vacaciones. Siempre nos incomodan un poco los visitantes, hace evidente lo casi inexistentes que somos, solo sombras detrás de las ventanas. Los miramos casi con envidia, chapoteando en la piscina, haciendo parrillas en las terrazas, siempre riendo, siempre con música.
Fue la ausencia de Ausencio lo que interrumpió la monotonía bucólica de mi vida, como si fuera una reiteración profética. Ausencio viajó no se sabe a donde y alquiló el apartamento. Deduzco esto porque un día, justo antes de la temporada, apareció una pareja en su ventana. Este evento era en extremo inusual. Yo nunca había visto a nadie que no fuera el propio Ausencio allí, ni siquiera una novia, ni siquiera un amigo. Digo aparecieron, porque nadie los vio llegar, así como nadie los vio salir nunca, ni siquiera cuando se fueron para no regresar.
No eran los típicos visitantes de tierra firme, no hacían ruido no bajaron a la piscina, no los vi vestidos de colores. De hecho no los vi vestidos nunca. Su mundo particular se circunscribía a ellos mismos, como si el mundo fuera de sus pieles no existiera.
Esta pareja no era de turistas, definitivamente. Por lo menos no estaban en la Isla para ver sus bellos paisajes. El era alto, delgado y nervioso. Se movía a zancadas y rápidamente por el apartamento. Ella era más baja y sinuosa, se movía como si danzara o nadara. A veces abrían las ventanas y entonces podía verlos en sus verdaderos colores, la cabellera roja de ella, la piel aceitunada de él, todo en una desnudez sin vergüenzas ni poses. Siempre enlazados, siempre abrazados, piernas enredadas, lenguas enredadas, dedos enredados. Dependiendo de la hora del día y de incidencia de la luz en las ventanas, podía verlos más o menos. En las mañanas el sol golpeaba su fachada de frente y hacía un espejo a través del cual no se veía nada, solo un pie, una mano, una rodilla apoyados contra el vidrio rítmicamente, con cadencia. En las tardes se adivinaban completos y era cuando su abrazo era más largo, mas variado, mas intenso. Las noches transcurrían como un teatro de marionetas chino. Prendían una lamparita que arrojaba una luz amarillenta y entonces se veía solo sus siluetas uniéndose rítmicamente sin descanso. Yo me sentía un poquito incómodo viéndolos tanto, como si fuera un intruso en su mundo de piel, pero no tenía nada mejor que hacer y la visión era entretenida y estimulante.

-¿los escuchaste?- Me preguntó la Sra. Teresa cuando nos cruzamos en el ascensor. Era obvio de quienes hablaba pues Teresa vive en el apartamento contiguo al de Ausencio. -No los escuché- le contesté un poco incómodo -… los vi. -¿los viste?-casi saltó ella-...debe haber sido interesante, pues lo que se escucha….es… bueno, así debe sonar el amor si fuera música -me dijo ella entornando los ojos y suspirando.-¿y que viste?- me preguntó con curiosidad brillándole en los ojos. –bueno…- suspiré yo, saliéndome rápido del problema, cada vez más incómodo- así debe verse el amor si fuese un rompecabezas.

Teresa es una mujer madura, de complexión fuerte, ojos brillantes y piel lustrosa. Es atractiva y de carácter fuerte y vive sola hace cinco años en el 26 A. Me sorprendió la tibieza y coquetería con que me contaba aquello, pues hasta el momento solo había escuchado la saña con que emprendía contra el jardinero o los vigilantes, en las reuniones del condominio, siempre moviendo los brazos con gesto amenazador.
-me gustaría verlos…- me confesó con un poco de pena, pero muerta de la risa, vibrando de una manera que me puso los pelos de punta.
Llegamos al sótano donde nuestros caminos se bifurcaban, cada uno en su carro, en su propio rumbo.
Me detuve un momento, me di la vuelta y la llamé: -¡Teresa!...si quieres ve esta tarde un rato a mi apartamento, como a las cuatro es la mejor hora, la luz no molesta y se ve perfecto-. Dije eso sin pensarlo casi, simplemente se me salió de la boca. Ella aceptó, por supuesto.

Tengo mucho tiempo que no invito a nadie al apartamento, desde que mi mujer se fue con un alemán de esos que vienen a la Isla buscando calor, playa y quizás una morena ardiente. Ahora ella vive en Munich y ya no es una morena ardiente. La nieve, el frío y el aburrimiento la han desteñido y enfriado. No le sentó el cambio a la pobre. A mí tampoco, en realidad. Un hombre de mediana edad abandonado por su mujer no es precisamente la figura del éxito. Estuve mucho tiempo deprimido, no tuvimos hijos, por lo que no quedó nada de ella aquí cuando se fue. Me dediqué a dormir en mi chinchorro en el balcón, me creció un cauchito antiestético e inevitable en la barriga y las canas me florecieron todas de golpe. Me sumé camuflajeándome por completo a la fauna de solitarios del edificio. Por eso la idea de invitar a Teresa a mi casa era tan extraña. Sin darme cuenta, me enderecé un poco, aceleré el paso y comencé a silbar un pasodoble, mientras me dirigía a mi carro.

Teresa llegó cinco minutos antes de la hora pautada. Traía un queso maduro y un vino, un vestido rojo y el pelo alborotado. Al verla parada allí en la puerta, me asaltó la certeza de que yo estaba impresentable. Tenía un bermuda viejo y una franela que alguna vez fue azul. Por lo menos me había afeitado y el baño me lo di concienzudamente, premonitoriamente.
Ella no le dio ni la más mínima importancia, me sonrió ampliamente, una sonrisa bonita y se acercó para besar mi mejilla. Antes que su boca a mi, llegó su olor, la atmósfera que la envolvía, dulce como una promesa, me perturbó profundamente. La evadí tomando la botella de vino y caminando rápidamente hacia la cocina, estaba nervioso. Había comenzado a sudar copiosamente sin razón aparente, pues el aire acondicionado del apartamento funcionaba a la perfección, no quería que ella lo notara, ¿Qué pensaría?. Mis rodillas me fallaron un poco, caminaba inseguro. Ella se acercó al balcón y se sentó en mi chinchorro, desde donde se veían claramente las figuras de la pareja tumbados sobre la cama aparentemente hablando, ella boca arriba con el cabello desparramado hacia la orilla de la cama, con las rodillas dobladas hacia arriba, el acostado de lado mirándola. Yo abrí el vino, hacía mucho tiempo que no tomaba vino. El vino, a mi juicio, era una bebida que debe tomarse en compañía preferiblemente femenina. En soledad siempre tomaba ron. Serví queso en una pequeña tablita de madera, con un cuchillo y unas galletas, tratando intensamente de recordar aquellos viejos rituales. Apagué las luces, aclarándole que era para que ellos no nos vieran, aunque eso en realidad era improbable, ellos no parecían sino mirarse mutuamente. Me senté en el balcón, en el piso, colocando el vino las copas y el queso sobre una mesa baja a mi lado. La mano me temblaba un poco cuando le serví el vino a Teresa, ella sonreía, entre divertida y coqueta, pero siempre mirando al balcón de ellos.
Contemplábamos en silencio a la misteriosa pareja acostada, era evidente el grado de intimidad entre ellos. Ella hacía gestos con las manos y balanceaba las piernas, seguramente contando algo. El la acariciaba con lentitud, los brazos, los senos, la cara. Su gesto era de adoración, de inmensa ternura. De pronto ella se colocó de lado también, de frente a él, lo miró a los ojos y le agarró la nuca con firmeza con una mano y con la otra le acarició el pecho. Lo besó largamente, demorándose y fundiéndose. Se incorporó lentamente y con un gesto, lo obligó a quedarse quieto acostado boca arriba. Comenzó entonces a acariciarlo con el dedo índice, un toque leve, desde los pies. Recorriendo lentamente todos los caminos de su cuerpo. Yo cerré los ojos por un momento, no podía evitar un cierto temblor. Teresa gimió un poco, casi imperceptiblemente. No nos atrevíamos a mirarnos, solo, hipnotizados, mirábamos y mirábamos a la pareja. Pasó lo que a mi juicio pareció una eternidad. El dedo se seguía deslizando por una piel que se estremecía. Si, lo sé, a esa distancia era imposible que yo viera que su piel se estremecía. En realidad era la mía la estremecida. Cuando cambió el dedo por la boca y su lengua, yo ya no podía quedarme quieto. Me levanté bruscamente y derramé mi copa de vino sobre el piso, haciendo un charquito rojo a los pies de Teresa, creando un violento contraste con las baldosas blancas y los dedos de Teresa. Ella no quitó el pie, lo dejó allí moviéndolos un poco, como si sus dedos disfrutaran el baño etílico que estaban recibiendo. Miraba distraída las incursiones de la lengua de ella en los recovecos de él y suspiraba.
Teresa respingó, no se si porque en ese momento él se incorporó con un movimiento rápido, como de cazador y la sujetó con fuerza por la cadera, inmovilizándola contra la pared, o si porque yo en ese momento en un rapto de inspiración rarísima, le tomé el pié mojado y le chupé los dedos, metiendo lentamente mi lengua entre ellos. No me miró, seguía mirando al muchacho que ahora incursionaba por el cuerpo de ella con la lengua y con los dedos. Un ligero temblor la sacudía y yo contagiado parecía resonar con ella. La exploración allá se hizo mas urgente, mas atrevida, los dedos entraban y salían, precedidos o seguidos por la lengua, le temblaban los hombros a ella, con los ojos cerrados parecía cantar. El tenía un frenesí con tentáculos, todo dedos todo lengua. De los dedos a las rodillas había un solo paso, su rotunda redondez me sorprendió, por lo que le dediqué un rato especialmente largo al ritmo de los suspiros de Teresa. Ella seguía mirando a la pareja que se habían mudado, aún de pie, contra el ventanal. Ella, de cara a la ventana, con el cuerpo inclinado hacia delante, las ingles de él contra sus nalgas en un movimiento lento, profundo y sin pausa. Ella miraba y no miraba, tenía los ojos abiertos pero sin objetivo externo. Su boca abierta a lo que parecía un gemido. El de ojos cerrados, la agarraba por la cadera. Yo, aprovechando la distracción de Teresa y su respiración agitada, me aventuré piernas arriba. Sorteando la ropa interior suave y más breve de lo que imaginé, me recibió su humedad cálida e invitadora. Un quejido un poco mas intenso se le escapó a Teresa y cuando mis dedos comenzaron a moverse con fluidez entre sus suaves pliegues, ella súbitamente se incorporó. Por primera vez, desde que llegó al balcón me miró. Se acercó a mí lentamente, que también me había parado nerviosísimo seguro de un insulto. Lo que encontré en sus ojos no fue un reproche, sino lo que perdí hacía tanto tiempo en manos de un alemán. La mirada de una mujer deseosa de ser amada. Aliviado y sonriente, la abracé. Dejamos por fin de ver por la ventana, muy entretenidos ya con nuestros propios paisajes. Gracias a la ausencia de Ausencio.

martes, 24 de abril de 2007

La franja amarilla

Cuando metió el ticket del metro en la máquina, notó que tenía las manos sudadas. Era raro, sus manos se le humedecían solo cuando estaba nerviosa y no podía pensar en alguna razón para estarlo, era un día cualquiera de esos que se repiten casi idénticos, martes, miércoles, daba igual. Pensaba en ello cuando un ruido destemplado la hizo reaccionar. El ticket no era válido y la puerta no se abrió. La fila de gente que ya tenía detrás se empezó a agitar nerviosamente presionándola para que se quitara. Fastidiada, pues se le estaba haciendo tarde para ir al trabajo, fue a la taquilla donde había una cola inmensa e inquieta. Impaciente se aferró a su morral, que le pesaba en la espalda, apretó la mandíbula y fijó la vista en el vacío haciéndose inaccesible para todos los que la rodeaban. Cuando le llegó el turno, le explicó al muchacho de la taquilla el problema que tuvo, lo cual generó una larga discusión acerca de la supuesta y teórica validez del ticket amarillo devorado por la máquina de entrada. Vencida por argumentos monosilábicos e indiferentes, pagó de nuevo el pasaje y se dirigió otra vez a la puerta, sumándose a la masa informe que acudía a esa hora para moverse por debajo de la tierra de esa ciudad llena en su superficie.

Bajó por las escaleras de concreto, no le gustaban las mecánicas. Las recorrió con agilidad esquivando a los viejitos y a las madres con los niños aferrados a sus manos que enlentecían el tráfico, casi podía hacerlo con los ojos cerrados. Cuando llegó abajo, notó que no había el volumen normal de gente que había todas las mañanas en el andén, por lo cual dedujo que el tren acababa de partir. Esto la dejaba con una espera de 7 minutos por delante. Se resignó a esperar, apoyada en la pared, fijó su vista lejos. El andén de enfrente también estaba medio vacío, lo recorrió con la vista, un poco aburrida, todavía con las manos sudadas.

Cuando lo vio, el corazón le dio un brinco. Allí estaba él parado en el andén contrario, cerca del borde. Alto, desgarbado, vestido de bluejean y franela blanca, con un morral al hombro y sandalias de cuero. Estaba distraído, su mirada se paseaba sin rumbo hasta que la vio. Las rodillas le temblaron. La reconoció de inmediato, estaba recostada de la pared, los cabellos alborotados y la mirada líquida, submarina. Se miraron en silencio, no había nada que decir a esa distancia. La franja amarilla que separaba a ambos andenes los separaba también a ellos, además de los rieles y el ruido. Decía claramente NO PASE, como si las miradas se pudieran detener. El tiempo hizo trampa y se estiró mientras ellos se miraban, se medían, se reconocían asombrados. El labio inferior de ella comenzó a temblar y las lágrimas rodaron calientes por su cara cayendo en los dedos de sus pies. A él se le acalambró una pierna y el corazón le latía a un ritmo loco e improvisado.

Los dos, como movidos por un mismo mecanismo, se lanzaron simultáneamente escaleras arriba, en contra de la corriente de gente que bajaba. Se encontraron arriba y se abrazaron con fuerza. Ahora lloraban los dos, se besaban los ojos, la boca, los dedos sin decir palabra. Ella se acurrucó en su pecho y el la rodeó completa con sus brazos. El reconoció su olor y ella la temperatura de su cuerpo. La gente fluía indiferente a su alrededor como si no existieran, como si no fuera asombroso ese encuentro de dos personas que nunca se habían visto y sin embargo se amaban.
Cuando se despidieron ya no lloraban, se volvieron a besar con toda la dulzura del mundo, se dijeron adiós con los ojos y cada uno se dirigió a su andén en donde ya cada tren abría sus puertas. Ella se montó en el tren hacia el oeste, él hacia el este. Ambos con el corazón conmovido teniendo la certeza absoluta de haber encontrado el amor verdadero, el amor total. Alejándose sin remedio en direcciones opuestas, metidos en el mismo túnel, en el corazón de la ciudad.

Reina de la calle

Caminaba rápidamente. Sus nalgas se rozaban una con la otra, produciéndole una sensación molesta. La pantaleta hilo dental era incómoda, pero no podía usar otra cosa, pues el pantalón que usaba era tan ajustado que cualquier otra se notaría. Dio gracias a Dios por el body subecolita colombiano que se compró, porque de no ser por ese guante ajustado y caliente las nalgas se le bambolearían mucho más, casi caóticamente, lo cual, ella lo sabía, no se veía nada bien. Además ayudaba a reducirle el cauchito que se empeñaba en crecerle en la cintura, distribuyéndoselo uniformemente de manera que su cintura se afinara como por arte de magia.
Un hilo de sudor le corría entre los senos y se le metía allá abajo entre las piernas. El sostén con relleno de silicón era demasiado caliente para estar caminando en la calle a esa hora, sentía que se derretía. Sin embargo no había ni un solo día que no se lo pusiera, pues el resultado, cuando se ponía la camisa, eran un par de tetas antigravitatorias de un tamaño que no había ni soñado, que se asomaban en el escote ofreciendo una falsa turgencia muy provocativa, a su juicio. Todos los días se prometía ante el espejo ahorrar para hacerse una cirugía, pero la verdad era que su sueldito de secretaria de segunda no le alcanzaba para casi nada. Tendría que seguir con lo de los sostenes de silicón a pesar del calor.
Tropezó en una grieta en la calle que la hizo trastablillar. Mentó la madre entre dientes, sin perder del todo el glamour, pues esas sandalias realmente no estaban hechas para caminar sino para hacer equilibrio en ocasiones sociales muy importantes. Tenían la punta fina, donde tenía que apretujar sus deditos rechonchos, unas tiras plateadas que se le clavaban en los tobillos gorditos y unos tacones aguja que se incrustaban en las alcantarillas. Sin embargo eran bellísimas, unas sandalias tan caras no podían sino ser bellísimas. Dejó casi de comer durante tres meses, pero no logró rebajar ni cien gramos, para poderlas pagar y ahora las lucía orgullosamente a pesar de que le mataban los pies y la espalda.
Ya estaba llegando a la calle en que vivía. Gracias a Dios, pues había muchos árboles y disminuía el calor. El sol, además, le hacía fruncir el ceño, cosa que no le gustaba, pues temía arrugarse de nuevo. El tratamiento que se hizo en el salón de belleza de Gerry, le costó un ojo de la cara y no estaba dispuesta a perderlo tan pronto. Las inyecciones eran además dolorosas y les tenía un poco de miedo, había visto en un programa de esos de la mañana a una mujer que quedó con la cara paralizada con una mueca de horror por uno de esos tratamientos con veneno de noseque. Gerry le había asegurado que nada de eso pasaría y que el tratamiento había que repetirlo cada seis meses para resultados absolutamente divinos. Ya habían pasado ocho meses y todavía no se atrevía a volver a inyectarse, además tenía que estirar el presupuesto lo más posible porque el tratamiento anticelulítico también era caro.
Apretó el paso, subió la barbilla y desfiló calle arriba lo más elegantemente que pudo, contoneándose como había visto a las modelos de la tv hacerlo en pasarela. El del kiosco de la esquina le silbó admirado, como siempre. Se sacudió el cabello teñido de amarillo chillón, el de moda, pero no muy fuertemente, para no despeinarlo y siguió, fingiendo no haberlo escuchado. El portugués de la bodega la esperaba todos los días en la puerta de su negocio. Era su mejor admirador, le dedicaba canciones nostálgicas de su tierra y una retahíla de palabras dulces y pegajosas que ella no entendía, pero que sonaban muy bien. Un taxista le tocó corneta y disminuyó la velocidad para emparejarse con ella inclinando su cuerpo hasta casi asomarse por la ventana del copiloto. Ella lo miró con el rabillo del ojo, y subió aún mas la barbilla desdeñando al morenito ese, que se cree. Un transeúnte casual que caminaba por la misma acera pero en sentido contrario, muy bien vestido, solo subió una ceja, circunspecto, acompañado de una mirada discretamente aprobatoria de su escote. Pero ella sintió, después de que pasó, su mirada caliente en las nalgas. Un triunfo más para el subecolita.
El vecino del 10-A salía del edificio en el momento que ella estaba a punto de entrar. Barrigón y calvo, aún parecía tener intactas sus ganas de conquista, pues se ponía pegajoso cada vez que la veía, le abría la puerta, le susurraba zalamerías incoherentes y un poco obscenas demasiado cerca de su oreja. Menos mal que no se lo encontró en el ascensor donde además tenía que oler su espantoso aliento. Ella disfrutaba mucho ese ritual diario, silbidos canciones, cornetazos, le alimentaban la coquetería, pero nunca respondía nada, ella era la reina de esa calle, indiscutiblemente.
Se metió al ascensor, que tenía un lacónico letrerito que decía: ESTA MALO. Mentó de nuevo la madre, esta vez en voz alta, pues vivía en el treceavo piso y con esos tacones, coño. Subió lentamente, pues a pesar de que iba al gimnasio los martes y los jueves, los ejercicios cardiovasculares no eran su fuerte, cada vez que Julián, el entrenador, se distraía ella paraba el trote haciéndose la loca. El pecho se le agitaba, el sostén le apretaba, el hilo dental se le clavaba y sentía para más colmo el maquillaje cediendo ante la presión del calor y el sudor, menos mal ya estaba llegando y ya era poco probable encontrarse a otro vecino. Cuando llegó a su puerta, se apoyó en el marco a recuperar el aliento. Metió la llave multilock en la cerradura, le dio las cinco vueltas reglamentarias, abrió la puerta y allí estaba Timoteo, como todos los días en los últimos cinco años esperándola. Se le acercó, mimoso, mientras ella empezaba a quitarse cosas de encima. Tiró la cartera imitación de cuero en el sofá, se sentó, se quitó los zapatos y se masajeó los dedos maltratados, mientras contaba en voz alta las nimiedades del trabajo en ese día, que si fulanita llevó una falda horrorosa, que si se le rompió una de las uñas acrílicas, que si el jefe estaba de malhumor. Se quitó el pantalón y comenzó luego una lucha para bajar el body ese que parecía pegado a su piel con pega loca. Se quitó el hilo dental para ir al baño a echarse la cremita absolutamente necesaria. Se quitó la camisa de nylon, el sostén de silicón y se lavó lo que quedaba de maquillaje en su cara. Lo que quedó fue prácticamente nada, luego de despojarse de todo el plástico. Se puso cómoda con un short y una franelita y se dispuso a responder a las caricias que le hacía Timoteo en las piernas. Por supuesto, después de ponerle su tazón de leche y Gatarina además de revisar su caja de arena.