martes, 24 de abril de 2007

Reina de la calle

Caminaba rápidamente. Sus nalgas se rozaban una con la otra, produciéndole una sensación molesta. La pantaleta hilo dental era incómoda, pero no podía usar otra cosa, pues el pantalón que usaba era tan ajustado que cualquier otra se notaría. Dio gracias a Dios por el body subecolita colombiano que se compró, porque de no ser por ese guante ajustado y caliente las nalgas se le bambolearían mucho más, casi caóticamente, lo cual, ella lo sabía, no se veía nada bien. Además ayudaba a reducirle el cauchito que se empeñaba en crecerle en la cintura, distribuyéndoselo uniformemente de manera que su cintura se afinara como por arte de magia.
Un hilo de sudor le corría entre los senos y se le metía allá abajo entre las piernas. El sostén con relleno de silicón era demasiado caliente para estar caminando en la calle a esa hora, sentía que se derretía. Sin embargo no había ni un solo día que no se lo pusiera, pues el resultado, cuando se ponía la camisa, eran un par de tetas antigravitatorias de un tamaño que no había ni soñado, que se asomaban en el escote ofreciendo una falsa turgencia muy provocativa, a su juicio. Todos los días se prometía ante el espejo ahorrar para hacerse una cirugía, pero la verdad era que su sueldito de secretaria de segunda no le alcanzaba para casi nada. Tendría que seguir con lo de los sostenes de silicón a pesar del calor.
Tropezó en una grieta en la calle que la hizo trastablillar. Mentó la madre entre dientes, sin perder del todo el glamour, pues esas sandalias realmente no estaban hechas para caminar sino para hacer equilibrio en ocasiones sociales muy importantes. Tenían la punta fina, donde tenía que apretujar sus deditos rechonchos, unas tiras plateadas que se le clavaban en los tobillos gorditos y unos tacones aguja que se incrustaban en las alcantarillas. Sin embargo eran bellísimas, unas sandalias tan caras no podían sino ser bellísimas. Dejó casi de comer durante tres meses, pero no logró rebajar ni cien gramos, para poderlas pagar y ahora las lucía orgullosamente a pesar de que le mataban los pies y la espalda.
Ya estaba llegando a la calle en que vivía. Gracias a Dios, pues había muchos árboles y disminuía el calor. El sol, además, le hacía fruncir el ceño, cosa que no le gustaba, pues temía arrugarse de nuevo. El tratamiento que se hizo en el salón de belleza de Gerry, le costó un ojo de la cara y no estaba dispuesta a perderlo tan pronto. Las inyecciones eran además dolorosas y les tenía un poco de miedo, había visto en un programa de esos de la mañana a una mujer que quedó con la cara paralizada con una mueca de horror por uno de esos tratamientos con veneno de noseque. Gerry le había asegurado que nada de eso pasaría y que el tratamiento había que repetirlo cada seis meses para resultados absolutamente divinos. Ya habían pasado ocho meses y todavía no se atrevía a volver a inyectarse, además tenía que estirar el presupuesto lo más posible porque el tratamiento anticelulítico también era caro.
Apretó el paso, subió la barbilla y desfiló calle arriba lo más elegantemente que pudo, contoneándose como había visto a las modelos de la tv hacerlo en pasarela. El del kiosco de la esquina le silbó admirado, como siempre. Se sacudió el cabello teñido de amarillo chillón, el de moda, pero no muy fuertemente, para no despeinarlo y siguió, fingiendo no haberlo escuchado. El portugués de la bodega la esperaba todos los días en la puerta de su negocio. Era su mejor admirador, le dedicaba canciones nostálgicas de su tierra y una retahíla de palabras dulces y pegajosas que ella no entendía, pero que sonaban muy bien. Un taxista le tocó corneta y disminuyó la velocidad para emparejarse con ella inclinando su cuerpo hasta casi asomarse por la ventana del copiloto. Ella lo miró con el rabillo del ojo, y subió aún mas la barbilla desdeñando al morenito ese, que se cree. Un transeúnte casual que caminaba por la misma acera pero en sentido contrario, muy bien vestido, solo subió una ceja, circunspecto, acompañado de una mirada discretamente aprobatoria de su escote. Pero ella sintió, después de que pasó, su mirada caliente en las nalgas. Un triunfo más para el subecolita.
El vecino del 10-A salía del edificio en el momento que ella estaba a punto de entrar. Barrigón y calvo, aún parecía tener intactas sus ganas de conquista, pues se ponía pegajoso cada vez que la veía, le abría la puerta, le susurraba zalamerías incoherentes y un poco obscenas demasiado cerca de su oreja. Menos mal que no se lo encontró en el ascensor donde además tenía que oler su espantoso aliento. Ella disfrutaba mucho ese ritual diario, silbidos canciones, cornetazos, le alimentaban la coquetería, pero nunca respondía nada, ella era la reina de esa calle, indiscutiblemente.
Se metió al ascensor, que tenía un lacónico letrerito que decía: ESTA MALO. Mentó de nuevo la madre, esta vez en voz alta, pues vivía en el treceavo piso y con esos tacones, coño. Subió lentamente, pues a pesar de que iba al gimnasio los martes y los jueves, los ejercicios cardiovasculares no eran su fuerte, cada vez que Julián, el entrenador, se distraía ella paraba el trote haciéndose la loca. El pecho se le agitaba, el sostén le apretaba, el hilo dental se le clavaba y sentía para más colmo el maquillaje cediendo ante la presión del calor y el sudor, menos mal ya estaba llegando y ya era poco probable encontrarse a otro vecino. Cuando llegó a su puerta, se apoyó en el marco a recuperar el aliento. Metió la llave multilock en la cerradura, le dio las cinco vueltas reglamentarias, abrió la puerta y allí estaba Timoteo, como todos los días en los últimos cinco años esperándola. Se le acercó, mimoso, mientras ella empezaba a quitarse cosas de encima. Tiró la cartera imitación de cuero en el sofá, se sentó, se quitó los zapatos y se masajeó los dedos maltratados, mientras contaba en voz alta las nimiedades del trabajo en ese día, que si fulanita llevó una falda horrorosa, que si se le rompió una de las uñas acrílicas, que si el jefe estaba de malhumor. Se quitó el pantalón y comenzó luego una lucha para bajar el body ese que parecía pegado a su piel con pega loca. Se quitó el hilo dental para ir al baño a echarse la cremita absolutamente necesaria. Se quitó la camisa de nylon, el sostén de silicón y se lavó lo que quedaba de maquillaje en su cara. Lo que quedó fue prácticamente nada, luego de despojarse de todo el plástico. Se puso cómoda con un short y una franelita y se dispuso a responder a las caricias que le hacía Timoteo en las piernas. Por supuesto, después de ponerle su tazón de leche y Gatarina además de revisar su caja de arena.

3 comentarios:

carla dijo...

Amiga que hermoso! Me encanta el final anti-soap opera....se quedaron con la certeza idealizada de la existencia de la media naranja. Muchos besitos!!!!

Anne-Marie Herrera dijo...

¡no siempre se puede! ¿verdad?

Anónimo dijo...

Hola Anne Marie, tu Arte es realmente hermoso, cuando vuelva a Margarita te visitare, porque además tenemos varias cosas en común.
1.- Me llamo Ana maria Herrera de padres Canarios.
2.- A mi hija le coloque por nombre Ann Marie, pero tu primer nombre es Anne yo le quite la "e"
3.- Y tengo una cuñada que vive en Costa Azul.
Me encantaría conocerte y que mi hija (20)también te conozca, a nosotras también nos gusta el arte.
Un abrazo tocaya