martes, 22 de mayo de 2007

Animal domesticado



Soy un animal domesticado

aun de vez en cuando
siento llover la selva dentro de mi
tengo la urgencia de la cacería nocturna,
cazar o ser cazada

quiero crecer como los árboles
y estirar mis ramas hasta el cielo

hacer fotosíntesis
cantar como un pájaro antes de que amanezca

reptar como culebra cuando hace calor
volar al azar como mariposa

comer hojas tierra flores
o sangre.

Soy un animal domesticado
todos los días soy como me esperan

pero aún
como los gatos
no olvido

me rebelo

me desnudo de mi sonrisa de concreto
y de vez en cuando le canto a la luna
llorando su ausencia

como un animal salvaje.

Marzo 2001

Autorretrato


Soy mujer

pecho al este
pecho al oeste

vientre sembrado
y cosechado

sexo de abismo y misterio

soy mujer

depositaria de conciencia
individual
y colectiva

actual
y ancestral

poseedora del fuego
que cura
del hielo
que quema

soy única
y a la vez
todas las mujeres del mundo

soy madre
no siempre buena

soy niña
de canas y arrugas

soy compañera
a veces solitaria

soy puta
sin paga y a la espera

soy bruja
milenaria hechicera

Soy mujer
y estoy empeñada

en no perderme en mi herida
que sangra con cada luna llena

en seguir en este viaje
con los pies desnudos
sobre la tierra

sigo intentando
mirar de frente

ver mas allá
pasearme por dentro
ser valiente
poder llorar en paz

soy mujer
algo mágico parece

y aún así
dentro de mi
soy persona

¿solo persona?

soy sangre hueso carne
células inquietas
moléculas complejas
átomos simples

sin madre ni sexo

carbono
hidrógeno
oxígeno
soy el espacio infinito entre ellos

solo soy
como dijo un loco un sabio o un niño
polvo de estrellas.

jueves, 17 de mayo de 2007

el sueño


Duerme apacible y profundamente. La observo allí, dolorosamente bella e inaccesible. Su cabello submarino flota sobre las sábanas y alrededor de su desnudez brillante. Sus labios sonríen alegrías ajenas a mí. Hace once años que duerme, hace once años que sueña y no despierta.
Todo comenzó una mañana como cualquier otra, ella durmió hasta más tarde que de costumbre. Siempre saltaba de la cama al amanecer totalmente lúcida y ágil. Me besaba cariñosa y juguetona y cuando yo finalmente lograba conectar mi cuerpo con mi cerebro, ya olía a café y los sonidos cotidianos inundaban la casa.
Aquella mañana desperté sobresaltado por el silencio y la inmovilidad. Ella estaba acostada a mi lado, bocarriba, despierta y quieta, con la mirada ausente de quien todavía saborea un sueño. Pensé que se sentía mal, ella me tranquilizó diciéndome que estaba pensando en algo que soñó. No quiso contarme el sueño. Estaba triste.
Desde aquella mañana comenzó a despertar cada día mas tarde. Había días en que no salía de la cama. Cuando lo hacía deambulaba ausente, pálida y llorosa. Todas sus actividades parecieron perder interés para ella, excepto dormir, soñar. Cuando dormía era completamente distinta, sonreía, tenía color en el rostro y su cuerpo tibio olía a mar, a sal. Parecía morir un poco todas las mañanas al despertar y revivir todas las noches al dormir.
Comencé a tener miedo, un miedo oscuro de que un día no despertara. Sentía que la perdía un poco todas las noches y no sabía que hacer. Todas las mañanas hacía esfuerzos ridículos por despertarla. Al principio dulcemente, con besos, caricias y llamándola suavemente al oído. Cuando me di cuenta de que resultaban infructuosos, recurrí a la brusquedad. La zarandeaba desesperado, le gritaba que despertara que no me dejara. Así logré despertarla alguna vez, pero entonces me sentía peor. Ella me miraba infinitamente triste y lejana. Se instalaba el frío entre nosotros, no lograba alcanzarla, mis manos y mis palabras no la rozaban siquiera. No volvió a hablarme. Me hundí en una tristeza pegajosa, sin entender.

Una noche tuve un sueño. Comencé a dormirme con la sensación de que me tomaban de la mano y me guiaban con suavidad. De pronto sentí que no tocaba el suelo, flotaba con facilidad y mis movimientos estaban retardados, lentos. Estaba debajo del agua. Dejé de sentir la mano que me guiaba, comencé buscarla girando sobre mi mismo y la encontré. Ella estaba allí, flotando desnuda debajo del agua como si fuera su elemento natural. Su cabello negrísimo flotaba fantasmal a su alrededor acariciando suavemente su cuerpo fosforescente. Su rostro, nunca lo había visto así, era una mezcla armoniosa de felicidad, éxtasis y serenidad. Estaba abstraída, ensimismada en su extraña danza submarina. Yo me acerqué y la tomé de la mano. Se detuvo bruscamente, abrió los ojos y me miró. Su mirada era suplicante. Me acarició el rostro.

Desperté súbitamente con el corazón desbocado. Estaba completamente empapado en sudor, ¿o era agua de mar?. A mi lado estaba ella, no se si despierta, pero con los ojos abiertos mirándome del mismo modo. La acaricié hasta que volvió a dormir.
Cuando amaneció no intenté despertarla. Desde entonces ella duerme y yo velo su sueño, insomne por once años. Todas las noches me siento a su lado y la observo dormir, bella, fosforescente y feliz. Completamente ajena a mí, sumergida en su sueño.

miércoles, 2 de mayo de 2007

Solita


Solita tenía seis años cuando murió ahogada. Lo recuerdo claramente, yo tenía ocho. Aun, en esas noches difíciles y llenas de sueños extraños, a pesar de que han pasado muchos años, la veo claramente. Sus ojos marrones atónitos, su pelo negro desparramado alrededor de su cara, su pequeña nariz de niña, sus manos abiertas como pidiendo.

Soledad Mercedes Toro, era la única hija de la maestra Antonia y el farmaceuta Rafael Toro, quienes la habían concebido a una edad que yo, en aquel tiempo, consideraba indecoroso por lo avanzada. La cuidaban demasiado. No la dejaban jugar con nadie por miedo a que se contagiara de alguna enfermedad incurable. No jugaba en la calle para evitarle toda clase de accidentes mortales y rebuscados y comía papillas de bebé, aun cuando ya había dejado de serlo, para que no se atragantara. Mi mamá refunfuñaba de vez en cuando, refiriéndose a ellos, que Solita iba a ser viejita antes de que la dejaran ser niña. Ninguno de estos cuidados extremos pudo evitar lo que sucedió ese sábado hace treinta años, Solita no tuvo tiempo de ponerse viejita. Tampoco de ser niña.

Su único pasatiempo consistía en sentarse con las piernas cruzadas en el porche de su casa para vernos jugar como locos en la calle todos los días. -¡Solita!- Le gritábamos todos los domingos cuando íbamos a jugar béisbol en el campo cerca de la casa. Nos veía desde lejos escondiendo su cara detrás de sus piernas, toda ojos, toda cabello, resignada a permanecer sola mientras todos los demás se divertían. Hasta aquel sábado.

Yo estaba comprando fósforos que mi mamá me había pedido, en la bodega, cuando escuche el grito desgarrador y agudo de la Sra. Toro. -¡Solita se perdió!-. Comenzó una búsqueda frenética por toda la cuadra gritando a todo pulmón, de todos los que estábamos por ahí. Hubo gente que la vio correr a toda velocidad con los brazos abiertos, como si volara, riéndose sin parar, embriagada del arrebato de libertad que se estaba permitiendo. Sin embargo, nadie logró precisar hacia donde corrió, ni a que hora fue, pues el espectáculo había sido tan extraño, que los hechizó por un momento, que resultó ser mortal.

Colaboré en lo que pude, busqué por todas partes, le pregunté a todo el mundo por ella. Ya la Sra, Antonia y el Sr, Rafael estaban desesperados y la policía había intervenido, cuando consideré que podía ya pasar por mi casa a tomarme una limonada, pues el ajetreo me dio muchísima sed. Me fui directo al patio trasero, donde se encontraba la mata de limón.

Está de más decir que la encontré. La casa estaba en silencio, como si nadie la habitara ni en aquel momento, ni nunca. El tiempo se estiró como una liga a punto de reventarse. Hasta el viento se detuvo, conteniendo el aliento. Allí estaba, tirada boca abajo en el tierrero de mi propio patio a cinco metros de la mata de limón. Tenía las piernas y los brazos abiertos, el pelo desparramado alrededor de la cabeza. Parecía que estuviera volando. Me acerqué lentamente, rogando que estuviera bien, aunque presintiendo lo peor. Llegué a sus pies primero, se le había salido un zapato, rojo de patente, que estaba a poca distancia de ella, al lado de una piedra. La media con encajes en el borde estaba manchada de tierra. Aquí tropezó, me dije. Seguí caminando un tiempo que me pareció infinito por la cantidad de cosas que pensé, Hasta que llegue hasta su cara, bocabajo, entera dentro del plato de peltre donde tomaba agua mi gata Josefina. El agua salpicada, ya seca, hacía un dibujo a su alrededor. La verdad cayó sobre mi como un ladrillo y grité, por fin un sonido quebró la inmovilidad: -¡Es Solita!, ¡Solita se murió!-.