martes, 21 de abril de 2009

El amor y los tomates




Todos los días, al finalizar su jornada de construcción, Tadeo trae a casa una bolsa de hielo (o un vaso plástico) lleno de tomaticos silvestres. Este pequeño gesto cotidiano despierta en mí una avalancha de emociones, que parecen desproporcionadas si se miran objetivamente. Afortunadamente no siento la obligación de ser objetiva.
Los tomates son bellos y agradezco a Drexler su oda, pues refuerza esto que escribo. Estos en particular son pequeños munditos perfectos, rojos y pulidos cuyo resto de cordón umbilical verde despelucado resulta un toque de locura. Preñados de semillitas, estallan, no se cortan al contacto con el cuchillo, soltando una dulzura que sólo un tomate que crece por su cuenta y en perfecto desorden puede tener. Resulta asombroso el hecho de que estos tomaticos son mas grandes por dentro que por fuera.
Todos los días les hago fiesta a los tomates, los cocino en pericos y en Ratatouille, los pongo en ensaladas y en sándwiches, pero lo que más disfruto es el ritual de recibirlos, ponerlos en el colador metálico, sonreírles, lavarlos, quitarles su peluca verde y ponerlos en un bowl azul añil, que los hace ver simplemente hermosos. Y claro, en el proceso me como algunos y comer un tomate que crece en el terreno donde se construye nuestro hogar es la cosa más coherente y sencilla que he hecho en los últimos tiempos. Hincarle el diente a un tomate que la persona que amo y me ama recoge todos los días para llevarla a casa, desata placeres insospechados. Estalla dentro de mí una alegría redonda y perfecta, como el amor, como los tomates

martes, 7 de abril de 2009

atravesando el infierno




Atravesar el infierno con los ojos abiertos es como estar caminando en el ojo de un huracán, o por lo menos así lo imagino. Hay cierta calma allí. Todo vuela y se despedaza alrededor, se sabe que hay mucho ruido. Pero caminando allí, nada de eso importa. No sirven los aspavientos ni las angustias. Nada de eso es relevante. Hay un silencio falso, una quietud peligrosa y sobre todo mucha, mucha soledad.


La soledad de este viaje es abrumadora, pero absolutamente necesaria. No hay compañía posible en este infierno, porque está dentro de mi. En ese sentido difiero de Sartre. Y el viaje de la vida, el único viaje real que es el de viajar al centro de uno mismo, es un viaje solitario.

Lo bueno de atravesar el infierno con los ojos abiertos, es que los monstruos imaginarios (todos sabemos que esos son los peores) no aparecen. No es que los reales (si es que algo asi existe realmente) sean risibles, pero si los miras no hay sorpresas, no te toman por asalto.

La única protección posible en ese infierno es la humildad. No sirve la fuerza de voluntad, no sirve el combate, no sirve la razón. Después de todo, nada es importante a la luz de la propia mortalidad. A las puertas de la muerte (y de su otra cara, la vida) no hay certezas, no hay verdades no hay temores que valgan. Todo queda anulado en un momento binario: on/off. Así que este infierno, no es más que un tránsito que también pasará y del otro lado de la locura quizás se encuentre, quizás la cordura.

En este momento mi abuela agoniza ya al final de su vida del otro lado del mar, mi recién nacida sobrina recibe rayos UV con unos lentes coquetos que ella se empeña en quitarse en Cincinnati, mi hija peina colas de caballos en una granja de Macanao, mi esposo coloca amorosamente piedras en lo que será nuestro hogar, mi hijo patina skate en un lugar de Margarita que quiere parecer urbano, mi casera recoge piedras de su jardín y las bota en la basurera en un vano y desesperado intento de controlar el caos, yo tejo pedazos de oro, de plata sentada ante una Iglesia de quinientos años. ¿Qué sentido tiene todo esto? El único que yo le encuentro es que es bello. Gracias a la belleza ningún infierno es suficiente, ninguna muerte es definitiva, ningún instante es irrelevante. Gracias a la belleza, el ojo del huracán es una manifestación majestuosa y no solo infierno y caos.