jueves, 9 de octubre de 2008

Mañana



Son las 6 y 45 minutos de la mañana. La cafetera gorgotea su líquido marrón y el aroma se esparce por la casa. Mi momento favorito del día comienza y me entrego a él con lentitud. El café huele mejor de lo que sabe, dicen algunos, pero yo me deleito con cada una de sus facetas. El aroma primero del café seco cuando lo coloco generosamente en el vientre de la cafetera, apretándolo con suavidad. Luego el misterioso cuando cuela, que alcanza todos los rincones de la casa. Mas tarde en la taza, negro, humeante, con papelón, mi manera favorita de tomar café. Con la taza tibia en mi mano doy pequeños sorbos, está caliente. Observo la hermosa montaña que se despliega frente a la ventana de nuestra cocina. Todas las mañanas se pinta diferente. Algunas es dorada, límpida. Otras se tiñe de rosado y algunos penachos de nubes como plumas le acarician la corona. El verde, cuando es época de lluvia, y sus infinitos tonos. Los copeyes brillan como si escondieran plata. El gris seco, cuando la lluvia nos elude. El amarillo instantáneo y fugaz cuando los guamachitos florean.

El aire esta fresco, aún el calor no aprieta.

El silencio. Ese espacio sin ruido indispensable para mí. Nadie me llama, nadie me requiere, soy mía y de la mañana. Solo el gato se acaricia con mis pies y pretende montarse en mis hombros como un loro o un abrigo de visón ronrroneador. No me molesta, me conmueven sus demostraciones silenciosas de cariño.

Las siete. Se acaba mi pequeño interludio de quietud. Despierto a los niños y comienza mi proceso de dilución, de derramamiento hacia los otros. El silencio se rompe, un poco dolorosamente. Un portazo, el agua del lavamanos, la poceta. Los buenos días de mis niños restregándose los ojos con sueño.
Empieza el día.